Autor invitado: Isaid Narváez
Estoy mirando las galaxias efímeras de la artificialidad humana. La fugacidad de su existencia me hace recordar mi edad; 28 años, feliz de haber cruzado sin mayor problema la edad de los rockeros muertos, y tan lejos de aquellos momentos de la infancia cuando me gustaba subir a los juegos mecánicos de la feria de mi pueblo. A veces te das cuenta que la vida pasa demasiado rápido, a veces parece tan breve como esas galaxias que explotan frente a mis pupilas esta noche en la azotea de la casa de mis padres. Hoy es 15 de agosto, día de la fiesta del lugar donde nací.
Siempre me fascinó el espectáculo de pirotecnia, el castillo que montan sobre la explanada de la iglesia. La verdad es que no me gustan los cuetes, pero estos colores y las formas en que se manifiestan sobre la oscuridad del cielo húmedo hacia el final del verano me encantan, pupilas estáticas atravesadas por colores-implosión. Como generación espontánea energética en diferentes estratos del espectro electromagnético. Y el sonido, esos relámpagos que desgarran el silencio de la noche llenándolo todo de sordas implosiones, es una guerra de felicidad visual mientras viajo entre las nebulosas de otros mundos.
Mi cámara fotográfica se encuentra allá abajo, en mi antiguo cuarto, donde ahora me quedo como una visita más, y sin embargo siempre será mi espacio; el lugar sepia de mi infancia en todo el Universo. A través de los años he querido fotografiar lo que más me gusta de este día, y realmente no sé por qué nunca lo he hecho, tal vez porque se me hacía tan familiar que no sentía necesario hacerlo, tener ese recuerdo, ese momento fijo y condensado en una imagen “física” o digital. Aprecio contemplar el aura de las imágenes estéticamente compatibles a mi alma, sin embargo, prefiero vivir el momento, disfrutar el aquí y ahora, el instante que podría escribir con luz constante en un tiempo determinado, por un(os) momento(s) filtrar la experiencia a través de un visor o una pantalla, experimentar la vida artificial jugando a los instantes congelados en su propia mirada maquinaria, fijar la fugacidad constante de estas galaxias efímeras de artificialidad humana en larga exposición… Mientras pensaba esto, una bomba proveniente del castillo explotó, era de un rojo tan intenso que se fundía con mi ser profundo a través de los ojos filtrada por mi mente. Y de pronto, como si viniera de otra dimensión, tuve una imagen-movimiento mental reveladora:
Estoy recostado en una cama tan suave como nubes en el cielo. En la habitación había una lámpara de intensidad muy tenue, ya que mi sentido de la vista era demasiado frágil como para soportar alguna emisión de energía lumínica más intensa, pues mi experiencia en esta vida había avanzado al menos 60 años. Había una ventana junto a mí (de hecho, creo que era mi habitación en casa de mis padres), por ahí veía los fuegos pirotécnicos difuminados por la blancura casi transparente de una cortina que cubría la ventana; me di cuenta que nunca tomé las fotografías que siempre quise. Y en la explosión de una bomba pirotécnica sentí el final, retumbó mi cuerpo, y con él, todo mi mundo y todo lo que llegué a conocer del mundo exterior. Entonces recé a todas las posibilidades de construcción universal por regresar a ese momento en que tuve la oportunidad de tomar las fotografías y plasmar en una imagen lo que siento al ver estas galaxias detonando los colores de la magia humana, plasmar un momento entre la vida y la muerte imaginada. Entonces regresé a mis ojos de 28 años navegando el rojo de la implosión desde mi cerebro hasta el presente y bajé y subí escaleras para apretar el obturador y congelar para el futuro el presente de mi fugacidad humana.