Abulia.

Estábamos los dos sentados frente a frente. Nos separaba una mesa vieja y sucia, con el logotipo de una cerveza impreso en el medio. Mi mano derecha rozaba su mano izquierda con sutileza y ritmo, mientras mis ojos bailaban alternándose entre su boca, su cuello y su mirada.

Era lo que cualquier mujer de mi edad y en mis circunstancias hubiera querido, un millonario con apariencia de vagabundo y buenos sentimientos. Procesaba lo que él estaba diciendo por vergüenza a que me notara distraída con la forma en que las partes de su cuerpo se acomodaban de manera escandalosamente imperfecta. Yo asentía con la cabeza cada que sus ojos descansaban en los míos después de bailar alternándose entre mi boca, mi cuello y mi pecho.

Le di el último trago a mi cerveza. Nos despedimos con un beso en el cachete y un apretón de brazos. Aproveché para volver a llenar mi nariz con su olor, que hasta el día de hoy era el único que me erizaba la piel de la nuca, y nos dijimos adiós.

Al llegar a mi casa aventé mis zapatos al otro lado de la sala, me quité el vestido y tomé una lata de Jack Daniel´s que estaba abierta sobre la mesa. Tenía un sabor amargo y estaba a la temperatura del cuarto. Me la bebí casi completa en dos tragos. Prendí la televisión y después de pasar dos veces por los ocho canales que se veían más o menos bien, me solté a llorar. Sin dejar de lagrimear salí al balcón y grité con todas mis fuerzas.

Toc, toc. Mi perro empezó a ladrar, anunciando que había alguien en la puerta. Me limpié las lágrimas, me puse de nuevo el vestido y corrí a ver quién estaba tocando. “Quería sorprenderte“. Y ahí estaba parado, con un frasco de crema de avellana y una botella de brandy. No es millonario, ni parece vagabundo, pero me conoce muy bien.

La botella iba por la mitad cuando me preguntó “¿Vamos a casarnos?“. Asentí. Me abrazó y con el brandy ya corriendo por mi cuerpo comencé a besarlo. Intentó tocarme las piernas, los brazos, la espalda, pero no lo dejé. No dejaba de besarlo mientras mis manos agarraban las suyas, impidiendo que me tocara. “¿Cuándo?”, logró decir entre un beso y otro. Lo vi a los ojos y contesté “No sé. No importa“. Seguí besándolo.

Lo que pasó después lo recuerdo en una secuencia sencilla. Sus manos en mi pecho me empujaron lejos del sillón. Mi columna vertebral cayó sobre la esquina del mueble de la televisión. Mi cabeza pegó contra la pared y rebotó en el suelo. “¿Cómo que no importa, pendeja?“, fueron las últimas palabras que escuché. Morí unos minutos después. El informe médico decía que la tetrodotroxina presente en mi cuerpo y en la lata de Jack Daniel´s había sido lo que me había matado.

Estábamos los dos sentados frente a frente. Nos separaba una mesa vieja y sucia, con el logotipo de una cerveza impreso en el medio. Mi mano derecha rozaba su mano izquierda con sutileza y ritmo, mientras mis ojos bailaban alternándose entre su boca, su cuello y su mirada.

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