Opinas, opinas mil cosas, todas y ninguna tienen que ver conmigo. Escucho tu odio, el veneno amargo que escupe tu boca cuando te quejas de todo, de todos. De mí, de la vida, de tus amigos, de tus amores que ven en ti un cuerpo hermoso que explorar y nada más, o tal vez un poco más. Te quejas, hablas y te vas. Me he vuelto en tu diario personal sin celulosa, porque te da mucha flojera agarrar un lápiz y escribir.
¿Acaso yo dije que me importaba lo que pudieras opinar? Que dices que no es aquí, que no es contigo, que no hay manera, que no en tus brazos, que no vamos a coger, que te deje de mirar, que te deje comer, que te deje en paz. Me importan lo mismo que esos sermones que nos da nuestro profesor, sobre lo incultos que somos por no haber leídos los mismos libros que él o tener los mismos intereses que él. Me importan prácticamente nada, porque sé que no voy a empezar a leer a Arturo Pérez-Reverte sólo porque mi profesor cree que La Reina del Sur es una gran novela. O que voy a dejar de sonreír como un imbécil cada vez que me mandes un mensaje aunque sólo sea para pedirme un favor. Me importa poco lo que pudieras opinar.
Así soy, un terco que no entiende de razones y que cree religiosamente en las obsesiones. Que está seguro que las cosas no van a salir bien, pero que para eso todavía falta y que por el momento no hay que preocuparnos. Algunos lo llaman instinto de autodestrucción, yo simplemente creo que se llama vida. Las historias felices o esas en las que todo se resuelve milagrosamente y todo se envuelve en una nube de Prozac, sólo suceden en cuentos y en películas en las que al final todo resulta estar bien mientras de fondo suena una canción lenta.
Si fuéramos honestos no daríamos cuenta de esto y dejaríamos de creer tan ciegamente en las obsesiones. Pero no nos importa lo que diga la experiencia ni lo que nos diga ese instinto que todo se va a ir al carajo. Nos paramos y decimos que nos importa. Que vamos a seguir intentando. Esa absurda acción, que es intentar una y otra vez, sabiendo que no hacemos más que acercarnos al risco y que no falta mucho para que nos quedemos sin lugar del que asirnos y con esto demos la razón a ese instinto.
Y en nosotros está el intentar, ya lo decía T. S. Eliot. Pero que mierda es eso de intentarlo hasta que uno se cansa, hasta que se vuelve una costumbre y ya no sabe qué más hacer que intentarlo, rutinariamente sabiendo que no sirve para nada, que sirve para una mierda, como todas las rutinas. Que no importa lo que le digas, lo que le pidas, que la rutina se ha adueñado de él y que no sabe qué más hacer hasta que la obsesión acabe con él.
¿Quién dijo que me importaba tu opinión? ¿Qué necesitaba tu permiso para que te volvieras mi obsesión? ¿Quién dijo esas mentiras? Aquí estoy, en contra de tu voluntad obsesionado contigo. Tu imagen quemándome cada pensamiento. Sé que todo va a terminar mal, que todo se va a ir al carajo. Un zumbido en mi oreja izquierda me lo dice. Cada paso que doy, cada vez que intento hablar contigo y no encuentro algo más que silencio y una cara que se da la media vuelta, y las medias vueltas siempre duelen, me acercan al precipicio. Sé que todo se va ir al carajo y que al final del abismo habrá otra obsesión. Pero mientras tanto ¿quién te dijo que me iba a ir?
A. J. T. Fraginals
Reblogged this on laeternidadazul.