Recuerdo que un día me dijiste que odiabas los cuentos de hadas, que se te hacía insoportable sus finales felices, casi tan insoportable como el ron con Pepsi. Me confesaste lo monstruoso que era el «Y vivieron felices para siempre», es mucho tiempo, me dijiste. Imagina la desesperación de no poder decir adiós. Saber que algo nunca se va a acabar. La eternidad debe ser el epítome de la desolación, la inmutabilidad de las cosas.
Es que también hay algo bello en el poder decir adiós, en su propia sangre la palabra trae implícita una promesa, un anhelo: la propia negación de la despedida. Porque las cosas, realmente, nunca tienen un final, me dijiste mientras agarrabas mis manos. ¿Al terminar un libro crees que ahí terminó la historia? ¿Crees que toda buena historia está limitada al papel y a la tinta? ¿Que la vida está limitada por el tiempo? Por eso me gustan las despedidas, siempre está la promesa de volver, de volver a la ciudad natal, a la ciudad que odiamos y que al marcharnos le aventamos la colilla, todavía prendida, jurando que nunca más regresaríamos.
Como todas las mañanas saliste por el pan fresco para desayunar. Hacías todo con cuidado porque sabías lo difícil que era para mí conciliar el sueño y que cada minuto era sagrado, era lo más parecido a un ritual religioso que tenía en mi vida. Desde la muerte de mi padre sabías lo difícil que eran para mí las despedidas, que prefería marcharme sin decir adiós. Alguna vez me confesaste que era lo que más miedo te daba de mí, que era lo único por lo que me odiabas: porque no sabía decir adiós y que si no me despedía no te prometía, aunque fuera contra mi voluntad, que nos volveríamos a ver. (más…)