Cuando comenzó la música, se me detuvo el corazón por un segundo. Sabía que al darme la vuelta él iba a estar al centro de la habitación esperándome con los brazos abiertos, iluminado por la luz que venía de los grandes ventanales, ansioso de bailar conmigo la canción que había escrito para mí.
Puso su mano en mi cintura y me acercó a él, juré que se podía escuchar el bombeo de la sangre que venía desde mi pecho. Recargué mi cabeza en su hombro y cerré los ojos.
Mis pies parecían moverse solos, sin instrucción alguna de parte de mi cerebro. La música llenaba cada rincón de mi cuerpo y cuando abrí los ojos, lo vi.
No dejaba de llorar. Le pregunté por sus lágrimas y me respondió que no podía creer lo feliz que estaba ahí bailando conmigo. No respondí nada. Sonreí y volví a cerrar los ojos.
Llevábamos lo que parecían días bailando y comencé a sentir mis pies cansados y mis piernas hinchadas. Él parecía tan entusiasmado como al principio. Me sentí mal por rendirme tan pronto y seguí la música de nuevo.
Hubo un momento en el que sentí lágrimas caer por mis mejillas pero las ignoré, sabía que eran por el cansancio y si él me preguntaba por ellas, me sentiría mal por mentirle y decirle que yo también estaba muy feliz bailando con él. La realidad era otra.
Poco a poco el baile fue perdiendo gracia, los pies se arrastraban, agotados, lastimados, ampollados. Las piernas se balanceaban de un lado a otro sin ritmo. Las cabezas se recargaban una en la otra, ayudándose a no caer.
Yo seguí bailando por que era lo correcto seguir bailando a su lado, por que la canción que bailábamos era la que había escrito para mí, y por que él de vez en vez soltaba lágrimas de felicidad y me daba besos en la frente.
Pasaron lo que parecían semanas y solo éramos él y yo sentados en la esquina de la habitación, moviendo los brazos intentando seguir el lejano y débil ritmo de la música que sonaba al otro lado del cuarto.
Me recargué en sus piernas y podía sentir su pie derecho aún intentando moverse para no dejar morir el baile. Cerré los ojos. La melodía sonaba cada vez más lejos, hasta que dejé de escucharla. Él aún movía los dedos.