Cómo olvidar el fragmento tan conocido de Javier Marías en el que simplifica la existencia humana en un bote de basura. Así de simple, así de fatídico. Todos terminamos existiendo sólo por un bote de basura. Todo lo que hacemos, lo que decimos, todos nuestros actos se consumen en el momento y no dejan marcas o recuerdos de haber existido, y mucho menos que nosotros los hemos hecho y tampoco que hayamos existido para hacerlos. Pero Marías dice que no todo está perdido, que siempre tendremos el bote de basura. No pueden perdurar las cosas que hemos comido, lo que hemos escrito, bebido, fumado o hecho, pero siempre pueden perdurar pequeños rastros de estos actos, que son la basura. Una cáscara de plátano, la envoltura de un yogurt griego, las plumas desgastadas, las latas de cerveza, los recibos de la cena donde discutiste con aquella mujer que, al día siguiente, al regresar del trabajo, ya se había marchado y se había llevado con ella al maldito gato, las latas, todavía llenas, de comida del maldito gato. Todos nuestros actos se consumen en el momento y no dejan más marca en el mundo que la basura que producen, que, a más tardar, una vez a la semana, se lleva a un vertedero donde más recuerdos de existencia se pudren y apestan la memoria.
Pero parece que Marías sólo ve lo materializable, las cosas que quedan después de nuestros actos. Pero no sólo interactuamos con cosas, también con personas, a pesar de que muchos no logran ver la diferencia que existe entre estos dos, les juro que sí hay una. Nuestra existencia humana no se resume a la basura que dejamos regada en el mundo y que termina en los vertederos, sino también en lo que dejamos en las personas, que también puede ser basura que nunca llega a los vertederos, pero basura al fin. Las personas también son pruebas de nuestra existencia a través de las marcas que dejamos en ellas. Es absurdo negar que nuestra existencia no afecte a las demás personas, por más que sean encuentros nimios tenemos efectos en otras personas. Alguna plática, un compañero de clase, un escrito que algún extraño vaya a leer, alguna visión fantasmagórica en el metro de una mujer con un abrigo rojo, alguna obsesión, una plática escuchada de la mesa de al lado, algo, siempre hay algo que hacemos que afecta la vida de los demás.
Siguiendo la metáfora de Marías de reducir nuestra existencia a algún objeto material, podríamos decir que nuestra relación humana con las otras personas es como un cuadro en una sala. Es lo primero que vemos al entrar, siempre es llamativo, algo que nos saca de nuestra rutina o de la rutina de la pared blanca, azul o del color que sea, que da monotonía a a la habitación reflejando el mismo color en todas las paredes, pero en un una de ellas está colgado un cuadro que rompe la monotonía y hace que nos detengamos a verlo, aunque no sepamos mucho de arte o aunque no nos guste el arte, esto no es razón para que pasemos por alto su presencia. Detenemos la mirada en él aunque sea por solo un momento.
Esa es la primera impresión que tenemos en las personas, un destelllo de curiosidad en los otros que se detienen un momento para apreciarnos. Platicar, vernos, conocernos como el primer acercamiento con el cuadro en la sala.
Los distintos tratos a partir de aquí pueden tomar distintos caminos: una mirada curiosa y luego partir o deternerse más tiempo viendo el cuadro. Un primer encuentro o una relación. Laboral, de amistad o cualquier otro tipo de relación humana. Pueden ser un único y primer encuentro o un encuentro que sea el inicio de algo. Como la primera vez que se entra en una sala y se ve un cuadro colgado en la pared. Puede ser que lo veamos una única vez y lo pasemos de largo, o puede ser que lo veamos una vez y nos detengamos a verlo e incluso tratremos de identitificar el nombre en la firma para después saber más.
Pero los cuadros en la pared no siempre son lo mejor que puede haber. La fuerza de la costumbre puede hacer que las cosas cambien que aquello que fue nuevo y espectacular termine por mimetizarse con las paredes azules, blancas o color pistache, y que aquello que nos sorprendió algún día no sea más que un adorno más en la pared. La fuerza de la costumbre puede hacer que aquel cuadro que un día nos hizo detenernos alhora no sea más que la misma imagen a la que estamos acostumbrados, y que con el tiempo ya ni seamos capaces de decir que ahí había un cuadro o, al menos, decir qué tipo de cuadro había. Sólo sabemos que ahí hay una pared y probablemente algún adorno, si es un cuadro, y de quién, nos tiene realmente sin cuidado.
El tiempo pasa y la costumbre nos hace que el cuadro y aquello que nos sorprendió en un principio ahora sean algo común, algo a lo que estamos acostumbrados y que poco a poco lo que nos fue diferente ahora nos ea algo común, algo vulgar, algo que no se merezca detenernos unos minutos a apreciarlo.
Si Marías simplificó la existencia solitaria del hombre a lo que deja en el boto de basura como único recuerdo de su existencia, dejando de lado las relaciones que pudo tener con las demás personas, podemos simplificar estas relaciones al cuadro de cualquier sala que se visita. En principio es algo nuevo, que nos saca de la monotonía de la pared, pero la fuerza de la costumbre puede hacer que ese cuadro, y las relaciones, sean tan monótonas que nos dé lo mismo si la pared es verde con un cuadro amarillo a que la pared sea blanca sin cuadro. Estamos tan acostumbrados a la persona, que nuestras relaciones con ellos pueden volverse tan rutinarias, a fuerza de costumbre, que el cuadro desgasta nuestra capacidad de asombro y a la larga nos da lo mismo si está ahí o no.
Cierto, el bote de basura es el único que sabe lo que hemos hecho, el único que guarda lo que hemos consumido. Pero el bote de basura es íntimo, sabe todo de nosotros, incluso lo que nuestras parejas no saben o lo que los demás no saben, pero sólo nos conoce a nosotros como individuos y no las relaciones que podamos tener con los demás. Los cuadros en las paredes saben todo, lo observan desde lejos y por eso pueden ver las relaciones humanas que tenemos. Por eso son la metáfora perfecta, no se mueven, no se quejan, no dicen nada. Un cuadro va a estar ahí, quieras o no. Desde la pared de la sala te va a estar viendo y va a saber lo que haces. Al igual que las personas va a estar ahí, en la sala, las relaciones que tenemos con esa personas son lo que van a cambiar, pero ella va a continuar estando ahí. Nos acerquemos o nos alejemos.
El bote de basura y los cuadros en las paredes van a terminar sabiendo todo de nosotros, no importa lo mucho que queramos ocultar. Ellos van a saber más que cualquier diario que dejemos oculto entre libros que nadie va a leer. Ellos van a saber cómo éramos en privado y cómo eramos con las personas. Nuestra existencia se reduce a lo que sabe el bote de basura y el cuadro azul de la sala con paredes color pistache.