Autor invitado: Chuck Pedroza
De Lo Que Hablo Cuando Hablo Sobre Ti
“La adicción es engañosa. Por ejemplo: un hombre que pasó 11 años sin fumar, pasó 15 segundos en un elevador con un hombre fumando un cigarro. Se rindió. Lo que estoy tratando de decir es que creo que te amo de nuevo”- Anónimo.
Era muy bizarro verla de nuevo después de tanto tiempo. En cierta manera era extrañamente familiar, como retomar una partida de aquellos juegos de mesa interminables, después de que fue suspendida cuando el sueño le ganó a los participantes y que continúa como si aquellas horas de sueños jamás hubieran pasado. Era la segunda vez que la veía en los cinco años que habían transcurrido desde nuestro prematuro, o al menos así parecía en aquel momento, rompimiento, en alguna primavera perdida en la memoria.
La relación fue similar a una descarga eléctrica: repentina, breve y llena de intensidad. Nos conocimos, según recuerdo, por amigos en común, quizá por Andrea o Marieta, y por un tiempo nos conformamos con estar conscientes de la existencia del otro. Una noche, en alguna fiesta de anfitrión anónimo en las que yo solía aparecerme con un par de amigos, sin invitación, pero con la noche por delante, nos encontramos fortuitamente. Ante el abandono de mis amigos, que se fueron rápidamente a otra peda, y de su hermana, que huyó con igual velocidad a casa de su novio, nos quedamos juntos. Mis intenciones aquella noche, le admití en alguna cita posterior, estaban lejos de ser nobles. En aquellos días buscaba como pobre desahuciado un par de labios dónde escudarme de la noche, harto de una serie de relaciones fallidas en rápida sucesión. Durante la fiesta y el viaje de regreso, la conversación transcurrió placenteramente, hablamos como locos, de banalidades en su mayoría, y en cierto momento los roces casuales iniciaron. Al final de noche, acobardado de lograr el objetivo que me había propuesto horas antes, me conforme con aquellos diez dígitos en mi celular y la propuesta de encontrarnos nuevamente.
Debo admitir que el primer encuentro no fue particularmente trascendental. Aunque algunos mensajes fueron intercambiados, estaba decidido a no proseguir con la reunión prevista y solo cambié mi opinión debido a su insistencia. Nuestra primera salida, si puede llamarse así, fue agradable, de eso no hay duda. La plática transcurrió con la misma fluidez pero sin las palabras apresuradas de dos bocas adormecidas por el alcohol. Nuestro trato fue amistoso pero nunca particularmente cariñoso. Fue por lo tanto una sorpresa de que a los pocos minutos de nuestra separación me propusiera vernos nuevamente, con la misma candidez con la que un par de años después me diría todas las razones por las cuales, usando sus palabras, era un pobre pendejo.
Al principio me dejé llevar por lo que ocurría simplemente porque estaba profundamente atraído a ella, o más bien a la manera en la que se veía. Aquella esbelta figura de gimnasta, con piernas imposiblemente largas, una cintura que desafiaba las leyes de la anatomía; perdía la cabeza cada vez que pensaba en sus ojos, grandes como granos de café, y que igual que este me mantenían despierto toda la noche, pensando en su oscura impenetrabilidad; su largo pelo castaño me mataba y ni se diga de sus labios, que sabían a una mezcla dulce de licores y vainilla cuando nos besamos por primera vez en alguna otra fiesta. Aunque todas estas características la hacían particularmente deseable e irresistible físicamente, jamás hubo aquella conexión intelectual o espiritual a la cual le damos romántica importancia. Ella tenía sus gustos, yo los míos y así estábamos bien.
Eso me funcionaba tan bien, pensé tiempo después, porque nuestra relación empezó con una muy marcada fecha de caducidad, una nube que ves en el horizonte, pequeña a simple viste y que poco a poco va creciendo y acercándose hasta que la tormenta es inminente. Sabíamos desde el principio que ella en cuatro meses se mudaría a Bélgica para poder estudiar en la Universidad de Gante y practicar su gimnasia en un nivel competitivo más alto. No sé cuál sería su racionalización pero para mí era fácil pensar que entre menos conectados estuviéramos, entre menos me gustara, por decirlo de cierta manera, más fácil sería aquella fechada separación.
Es curiosa la memoria. La manera en la que tendemos a recordar de una manera sesgada los eventos, a romantizarlos, crear historias de amor épicas donde nunca las hubo. Es más interesante aún lo frágiles que son aquellas ilusiones, fabricadas sobre aire, que con un débil empujón se vienen abajo como las imposibilidades arquitectónicas que son. Debió de haber sido alrededor de Diciembre, unos meses después de su partida, cuando la tibieza que caracterizo a nuestro amorío en su último mes había desaparecido de mi memoria, remplazada por esos momentos donde la pasión ardía desenfrenada, reproduciéndose una y otra vez en mi cabeza, como repeticiones de una serie televisiva olvidada de las cuales solo pasaban, semana a semana, los mejores episodios. Para ese entonces ya habíamos abandonado las inocentes pretensiones, las llamadas trasatlánticas, las sesiones de Skype a deshoras.
Ocurrió de repente. Estaba en un antro del cual no recuerdo el nombre, rodeado de gente que apenas conocía. Entre mis compañeros de borrachera estaban dos de mis amigos, compañeros recurrentes de ese tipo de eventos. Había tres mujeres que jamás había visto y otro güey, como de mi edad, con el que había compartido tragos de vez en cuando, aunque su nombre se me escapaba. Era ese tipo de noche, y de lugar, en el que a esa hora no había un alma sobria presente, no siendo yo, por supuesto, la excepción. Podía sentir los ojos del compañero desconocido, mirándome de reojo pero sin decir nada, mientras alguien en el grupo arruinaba una idea inteligente con observaciones de borracho. Mientras avanzaban la noche y se vaciaban los tragos, el sujeto me miraba cada vez más intranquilo, hasta que su inquietud pudo más que sus ganas y me pidió que si podíamos platicar en privado y yo acepté, muy intoxicado como para encontrar su interrupción como una molestia.
Le dio vueltas al asunto, intento hacerme plática, como aquel conocido que sabes que nada más te está hablando para pedirte algo pero en vez de ir al grano se encarga de preguntarte hasta por tu abuelita antes de llegar a su petición. Finalmente llegó a su confesión. Podía ver el peso de aquel secreto dejar sus hombros y recaer sobre los míos. Me reveló que había conocido a Valentina en una fiesta, probablemente similar a esa en la que ella y nos encontramos. Después de varios cuestionamientos, declaró que la fecha había sido abril, un mes entero antes de nuestra despedida, y aproximadamente el tiempo en el cual la frase “¿Segura que todo está bien?” se había convertido en un mantra personal. Él sabia de mí existencia, ella misma se lo había contado, pero eso no fue impedimento para ninguno de los dos. Ella era la que te tenía respetar, ¿estás de acuerdo?, me decía, racionalizando sus acciones con excusas banales que iban desde que acababa de cortar con su novia, que estaba en el desmadre y que simplemente se le hizo fácil. Yo lo escuchaba adormecido por el alcohol, prestando atención a aquel recuento con la misma indiferencia profesional que le dedicaría a una conferencia sobre “Costumbres matrimoniales de los pueblos escandinavos en el siglo XV”. Ante mi silencio, mi interlocutor continuó su verborrea confesional. Me dijo que ella estaba loca, que se puso muy intensa, que lo acosaba prácticamente. Jamás me dijo si se acostaron juntos pero no tuvo que hacerlo. Finalmente sin pedir perdón una sola vez, se tomó su trago de un golpe y sonriéndome como si fuéramos los más viejos de los amigos se paró y se fue. Jamás lo volví a ver. Cuando mis amigos me preguntaran qué tanto me había dicho les mentí, inventándoles alguna excusa de la cual ya ni me acuerdo. Jamás repetí las palabras que había escuchado de boca de aquel sujeto, hasta la primera vez que volví a ver a Valentina.
Ocurrió el verano siguiente, a un año de su partida. Fue en una fiesta en su casa, auspiciada por Fernanda, su hermana. Habíamos entablado amistad tiempo atrás, cuando Valentina ya era para mí un recuerdo agridulce. Nos habíamos encontrado en una librería en Polanco, la cual yo visitaba a veces en mi hora de comida mientras fui pasante en despacho de arquitectura durante mi tercer año de universidad. Ella estaba con su novio, José, viejo compañero mío de la prepa, y me quedé platicando con ellos de libros, de la carrera y demás small talk. Me comentaron de la fiesta que tendrían ese sábado, por el cumpleaños de Fernanda. Nos despedimos, con la promesa de que iría. Jamás le reclamaría a Fernanda, ni siquiera cuando empezamos a salir años después, no haberme dicho que Valentina iba a estar presente.
Llegue a eso de las once, solo y con botella en mano, con la intención de ponerme hasta la madre. Un letrero en la reja entreabierta me indicaba que pasara hasta el patio de atrás, a través de un largo y angosto corredor que rodeaba la casa. Aún a veces intento imaginar la cara que debí de haber puesto cuando de la puerta del baño, colocado en la mitad de aquel corredor, saliera Valentina.
Estaba irreconocible. Su largo cabello había sido rebajado considerablemente y pintado varios tonos más claro; su figura esbelta se mantenía, pero ahora fortalecida por los arduos entrenamientos y adelgazada por las estrictas dietas; su ropa y su manera de maquillarse eran completamente diferentes, una moda que gracias a Dios aún no había llegado a las Américas; su cara tenía la familiaridad que recordaba, pero su postura y semblante altaneros la hacían parecer fría y distante. Supongo que nunca imaginé que su nueva vida la iba a cambiar tanto.
Me miró, igual de desconcertada que yo, aunque sus ojos perdidos delataban su estado. El olor a tequila no tardaría en invadir mi nariz.
“¿Cómo estás?” me preguntó, abrazándome.
Me quedé pasmado. Toda aquella indiferencia que había sido característica de mí en lo que respectaba a ella repentinamente fue remplazada por una ira incontrolable. Aquel pinche cinismo me parecía absurdo, inclusive ofensivo, una muestra de todo lo que estaba mal con esta mujer.
Me separé de ella, y ante su cara de sorpresa, me excusé diciendo que iba a saludar a Fernanda, susurrando en el camino maldiciones dirigidas hacia Valentina. Gracias a Dios la concurrencia era considerable. Pasé la siguiente hora trabajando en mi borrachera y en evitar a Valentina. Lo segundo probaría ser un reto. Valentina se encargó de llamar mi atención de toda manera posible, entrometiéndose en conversaciones, trayéndome vasos o shots, coqueteando deshinibidamente conmigo. Su sorpresa ante mi rechazo a sus avances era entendible. Para ella, éramos dos personas que habían terminado su relación por una situación fuera de nuestro control, no tenía idea de la información que yo ahora poseía. Mientras el alcohol en mi sistema empezaba a seducir mi mente y poseer mi albedrio, aquella situación me parecía cada vez más inaudita. ¿Por qué debía ella de escapar ilesa, inocente, creyendo aún que yo era el inocente que ni se entera de lo que pasa enfrente de sus propios ojos? Me sentía burlado, como si de pronto todas las conversaciones a mi alrededor de pronto fueran sobre mí, como si fuera Hester Prynee con mi vergüenza marcada visiblemente en mi cuerpo con mi propia letra V escarlata. Aquella impotencia derivaba no solamente del engaño, sino de que esta mujer, por la cual nunca había sentido nada particularmente profundo, tuviera el poder de hacerme sentir tan imbécil, tan iluso, descarriado por el enojo. Decidido, y fortificado por el whiskey irrigando mi cuerpo, la tomé del brazo y la llevé al corredor.
Podía sentir cómo se dejaba ir, siguiéndome, creyéndose victoriosa. Una vez ahí, la puse contra la pared, y vi sus ojos cerrarse, la memoria de sus músculos intacta, recordando todos las veces que escapábamos furtivamente de cualquier evento en el que estuviéramos, nuestras bocas buscándose rabiosas la una a la otra, nuestras manos cada vez más aventureras en la exploración del cuerpo ajeno. Vi sus labios separarse, esperando ser rozados por los míos, y mis propios músculos me traicionaron por un segundo, me sentí acercándome a ella por un momento hasta que, retomando las riendas de mi ser, me detuve.
Al no recibir el contacto humano que esperaba, abrió sus ojos y encontró en los míos, fijos sobre ella, antorchas extintas sin calor.
“¿Qué chingados te pasa? Ya, ven” me dijo irritada.
Las palabras salieron de mi boca, disparadas e incontrolables, una presa vencida por la presión de la rabia y del alcohol. La confesión salió primero, las acusaciones después. Finalmente empezaron los insultos, palabras que jamás le había dicho a una mujer, términos que había jurado nunca usar y que si hubiera escuchado a alguien más decirle a mi hermana probablemente le hubiera caído a golpes en ese mismo momento. Pero no podía parar.
Su expresión paso de la sorpresa, al miedo y finalmente a la furia. Por un momento vi a aquella joven de la que me enamoré pidiendo misericordia, exhortándome a que la comprendiera. Pero mis palabras caían como flechas, inclementes y certeras. Su expresión se endureció y de su boca salieron burlas y las provocaciones. Me describió su perspectiva de la historia que había escuchado yo de la contraparte, con los sórdidos detalles explicados con calculada malicia. ¿Y sabes por qué Rodrigo?, ¿Sabes por qué lo hice? Porque eres un pobre pendejo. Con esas palabras terminó su ponzoñoso soliloquio.
Se me quedó viendo, esperando una respuesta. Quería explicarle, hacerla entender que sí, claro que era un pendejo, un pendejo con la pésima costumbre de sentirme cómodo en cualquier lugar, de sentarme en cualquier sillón, cualquier cama sin tender y sentirme como en casa. Y que de la misma manera trataba a las personas, haciendo mi espacio en sus vidas, y que así había llegado a la suya, tan poco excepcional como era, y me había convencido que ahí pertenecía. Esta y más cosas quería decirle, pero apareció José, ofreciendo llevarme a mi casa. Así como estaba, ardido y borracho, me fui con él, dejándole a Valentina la última palabra.
No volví a pensar en ella en dos años, hasta el día que durante la visita a un edificio que mi jefe estaba pensando restaurar, sonó mi celular. Era un número desconocido. Me excusé y fui a contestar y del otro lado del auricular escuche la voz Fernanda. Me propuso ir a comer, invitación que me pareció de lo más extraña. Acepté y, más tarde, durante la comida, me comentó que había cortado con José desde hacía un año y que ahora vivía sola. Me contó de su trabajo en una pequeña editorial, un sueño hecho realidad para ella. De Valentina me dijo que escuchaba poco de ella, que aún vivía en el extranjero pero se había retirado de la gimnasia debido a una lesión.
Aquellas comidas se volvieron un evento semanal y después de un par de meses, cuando la llevé a su casa, nos besamos por primera vez. De cierta manera parecía una relación más natural. Compartíamos el mismo amor por libros, películas y todo tipo de arte. Le interesaba escuchar mis disertaciones sobre la arquitectura de los edificios de La Roma o del Centro. Nos gustaba la misma comida, la misma música y nuestros hábitos se complementaban perfectamente. El parecido físico que compartía con su hermana me inquietaba en momentos, sintiéndome como Jimmy Stuart y su experimento perverso en Vértigo de Hitchcock. Quizá escondido en lo más profundo de mi subconsciente existía la noción de que había encontrado a la versión correcta de aquel amor amargo. Los «te quiero» se convirtieron en «te amo» y los besos acabaron en la cama. De Valentina no hablamos nada, en parte porque ella siempre tuvo miedo de preguntar algo de lo que no quería escuchar la respuesta. Cuando esta se apareció en la puerta de la casa ya llevábamos casi un año de vivir juntos.
Fernanda me lo comentó de pasada, intentando medir mi reacción. Su hermana venía a México porque la abuela de las hermanas Arce estaba en sus últimas. Aún contra su mejor juicio, pero imposibilitada de vencer aquel instinto primordial de amor hacia su hermana, me preguntó si me molestaría que se quedara un par de días en el departamento, antes de irse a Querétaro con sus papás. Para nada corazón, es tu hermana al fin y al cabo le dije, y en ese momento era cierto.
El primer día pasó sin mayores tropiezos. Las dos pasaron la mayor parte del día en el hospital, del que yo me excusé bajo el pretexto del monto de planos que tenía que terminar. Nuestro trato fue cordial y breve. No se intercambiaron más palabras de las necesarias, que se restringieron a hola, por favor y gracias, y quizá un pásame la sal. Fernanda parecía complacida pero cautelosa, sentí su mirada de reojo mientras cenábamos los tres en el pequeño restaurante enfrente de nuestro departamento.
La noche siguiente tenía la casa para mí solo. Valentina se había excusado desde la tarde, pidiendo que no la esperáramos para cenar. Fernanda recibió una llamada de la editorial, que la convocaba para un evento de la nueva novela de un escritor joven que iban a publicar. Es que le tocaba cubrirlo a Lupita pero a su hijo le dio influenza me dijo mientras se arreglaba apresuradamente. Me avisó que llegaría como a eso de la dos o tres de la mañana, ya sabes cómo se alargan estas cosas, y me informó que me había dejado comida en el micro para que cenara.
“¿Estás seguro que no te importa quedarte solo?” me preguntó, pero yo señalé a los planos en mi mesa, la única compañía que mi interesaba esa noche.
Escuché la puerta abrirse a las 11:30 p.m. Por un momento creí que Fernanda había regresado temprano, últimamente nunca tenía ganas para quedarse hasta tarde en la calle, pero el familiar sonido de los tacones de aguja en el piso de madera reveló a la intrusa como la menor de las Arce.
Escuché cómo se desplomaba en el sofá y suspiraba. Deje de lado mis mapas y me volteé hacia ella. Su pelo estaba despeinado y su maquillaje corrido, como si hubiera llorado. El hedor del alcohol no tardó en hacerse presente y la joven rápidamente se paró, fue hacia la cocina y regresó con una botella entera de whiskey y un vaso de cristal.
“¿Mala noche?” le pregunté después de un rato de silencio, por alguna razón desconocida para mí.
“Mala vida” me dijo amargamente, con una sonrisa derrotada.
Sin estar seguro de que espíritu controlaba mis ánimos, me dirigí a la cocina, agarrando un vaso de cristal de la gaveta y me tire al sofá, del lado contrario a ella. Caímos en silencio de nuevo.
“Sírveme un vaso, ¿no?” le dije finalmente.
Levantó la mirada, que esa noche solo tenía un destello del usual desdén con el que me miraba, este reemplazado por cansancio y soledad. Me hizo una mueca y tomó el vaso que le ofrecí, llenándolo y devolviéndomelo. Repetimos aquel proceso tres o cuatro veces, bebiendo en silencio. Le di mi vaso una vez más y cuando me lo devolvió, nuestros dedos se rozaron.
Nos miramos a los ojos, como en las películas, y lo siguiente que supe fue que aquel delgado cuerpo se abalanzó sobre mí. Al principio me tomó por sorpresa, su boca ferozmente sobre la mía, pero rápidamente mi cuerpo recordó los viejos hábitos y mis manos danzaban sobre su pelo y su espalda baja. Nos besamos ruidosamente, con aquella pasión que solo puede darse entre dos personas que se odian tan profundamente. Su boca sabía a licor y a vainilla como aquella primera vez. Sus manos y su cuerpo se movían frenéticamente, como queriéndose aferrar al cuerpo al que se habían acostumbrado años atrás, como si esta pequeña victoria le fuera a ser arrebatada de las manos en cualquier momento y quisiera quedarse con todo lo que pudiera. La besé impetuosamente, todo aquel enojo embotellado en plena erupción, tan presente que no puedo creer que alguna vez pensé que había desaparecido por completo, sublimándose en la más primitiva y carnal de las pasiones.
Repentinamente se separó. Sus pupilas estaban dilatadas, en parte por su excitación, en parte (quizá mayor) por el horror, la punzada de la traición que ahora ambos habíamos cometido formándose en su mente ya disipada del estupor alcohólico. La podía ver lentamente entrando en razón. Se levantó y sin decir una sola palabra se dirigió hacia la puerta.
“No mames, Valentina” le grité, pero la puerta se azotó y me encontré solo una vez más. Por mi cabeza pasaban tantas cosas, nubladas e incomprensibles gracias al alcohol. Repetí esas tres palabras al aire. A nadie en particular. A mí mismo.
¡Muy bueno! 🙂