Cerrar la puerta es tan abrupto. No, déjame verte desaparecer en el camino, lentamente. Quiero ver cómo te haces más pequeña con cada paso hasta que mis ojos ya no te alcancen y comience a sentirte, distante. Quizás sabiendo hacia dónde te vi caminar exista alguna esperanza de poder (algún día) seguirte.
No es mi estilo decir adiós, soy un observador. Las puertas que se cierran frente a mí son límites. No me gustan los límites. Déjame despedirme de ti mientras me das la espalda, alejándote. No voltees, por favor, no quiero que me veas. ¿Y si de pronto te sientes con ganas de volver? ¿Cómo interrumpo un adiós? Explícame, tú que quizás, si decides voltear, lo sabes con certeza. ¿Y si se me quitan las ganas de (algún día) ir tras de ti?
Juro que en un principio no pude cargar tu maleta. Intenté con todas mis fuerzas, de verdad, pero me vencía la idea de ayudarte a partir. Cuando la pude levantar de la cama, ya cerrada como nuestro ciclo, noté que no era pesada. ¿Eran mis heridas las que me quitaban la fuerza?, ¿o eran mis ganas de aferrarme a la inevitabilidad de lo aceptado? La insoportable levedad de tu maleta.
En el baño estaba tu sostén, el morado. Ya estaba seco, pero te confieso que lo guardé para recordar el viaje a Santiago. También me recuerda a tu risa.
Vi que guardaste el camisón con el que [no] dormías. Era fantástico rozar a media noche con tu desnudez y saberte tan suavemente cerca. Tu espalda me volvía tan vulnerable pero me hacía apretarte la mano con más fuerza. Me gustaba ver las venas de mi brazo resaltar cuando apretaba tu mano, tu espalda, tu cadera, tu cuello o tu oído, tu cabeza y tu pelo, porque me gusta el hombre que soy cuando estoy contigo, porque me vuelvo más fuerte por ti. Recuerdos de tu boca que inevitablemente (algún día) van a desaparecer, lentamente.
Y fueron tres excelentes semanas. Es por eso que no puedes cerrar la puerta. Diez días aquí en Buenos Aires, seis en Viña del Mar y cuatro en Santiago y aún así no me dejaste ver tu pasaporte. De verdad, no me importaba tu edad y estoy seguro que te llamas Raquel. ¿Domínguez? ¡Ja! No me olvidaré de la sonrisa que pones cuando te da pena estar desnuda con la cobija transparente como única prenda, tenlo por seguro. Tu apellido quiero conservarlo en el algo-así-como-Domínguez, por si (algún día) pregunto por ti.
Sabíamos que lo que viviríamos sería un cuento, no una novela, ni siquiera una novella. Nos arriesgamos. Vivimos, bebimos, reímos, caminamos, compartimos, nos vivimos. Pasamos días enteros encerrados y caminamos el parque forestal de Santiago hablando de viajes todavía incompletos.
No te podrías quedar, somos un corto plazo. Somos la experiencia que me hace sonreír al recordar. Eres quien no volví a ver y a quien si en un viaje (algún día) encuentro en un café, sonreiría y no sabría qué decir. Soy a quien no entiendes, no conoces, pero abrazas el recuerdo de unos días. Somos un capítulo, no somos un libro. Por eso no puedes cerrar la puerta, tienes que desaparecer. Me gusta así.
No voy a llorar. Los ciclos terminan por más cortos que sean. Las tardes mueren; me gusta observarlas irse y transformarse en noche, en un espacio que me anima a pensar. Qué bueno que te vas en la tarde. Las despedidas deberían ser siempre en las tardes para que el duelo sea una metáfora. Me sentaré en la calle ya que hayas desaparecido. Fumaré. Un poco de whisky, también, beberé. Pensaré en tu figura yendo de lo más grande a lo más pequeño lentamente, sin voltear, alejándose. Y contaré tu historia.
Se te empañan los ojos. «Todo va a estar bien». Y va a estar bien.