El ojo del silbato del niño de cuero

Eres un huracán. Y yo, es que, mujer, sólo soy barro. Barro nada más. Me tomas, me moldeas y transformas según más te convenga y después de un tiempo me rompo. ¿Cómo junto pedazos de barro? Y tú, tan grande, tan poderosa y tan dominante siempre, me tomas en tus manos y me dices que seguramente volveré a sonreír, que el sol a veces se oculta. Y yo con tanto pinche frío. No puedo seguir tus pasos. 

¿Te acuerdas, N? ¿Te acuerdas del sol acorralándonos en esa pequeña sombra de aquel árbol, que nos obligaba a pegarnos cada vez más para seguir contemplando, tan cómodos, el viento? Yo sí. No olvido el tintineo de tu voz al sucumbir ante el deseo de estar a mi lado. ¿Amor? No sé. Contigo solamente tuve la certeza de querer saber cómo morir. En aquel árbol. Quizás. Pero ya no existe. ¿Qué es lo que sea que no exista más? Tú. No puedo seguir tus pasos.

¿Te acuerdas, F? ¿Te acuerdas cuando caímos de espaldas a las olas del mar? Siempre sonrío pensando en eso, en el sol intolerable de esas vacaciones en que te conocí y nos dejamos ir. Eras tan imperfecta que solo de pensarlo te necesito aquí conmigo. Por un rato. Por un tiempo, quizás. Pero es que no puedo seguir tus pasos.

¿Te acuerdas, M? Las veces que nos tomamos de la mano fingiendo ser algo más que dos amantes con lágrimas en los ojos intentando olvidar dónde estaba nuestra cama, pasando el tiempo en todas las demás que pudiéramos encontrar. Conociendo tanto nuestro cuerpo que los lunares de tu cadera siguen presentes en mi memoria como el café brasileño de la Siete. Y amantes son amantes son amantes son amantes, decíamos, ¿no? No puedo seguir tus pasos.

Olvídame, T. No soy lo que quieres ser ni somos lo que pretendimos ser. Contigo no soy las palabras que hablo ni las letras que escribo ni las canciones que canto ni los poemas que recito ni los acordes que toco. No eres solamente la cadera que mueves ni las piernas que envuelven (con tanta fuerza) ni la respiración agitada ni el volcán que explota en mis entrañas. Quisiéramos, pero no lo soy. Pero quisiera. Pero solo una noche. Pero solo una semana. Y es que, bueno, T, no puedo seguir tus pasos.

H, D, J, B, DD. Tanto amor y dolor, pero tan rápido y tan olvidadizo. No, no me acuerdo de todo. Me acuerdo de tardes que mueren y de tardes que no alcanzaron a morir antes de que desapareciéramos entre sábanas, colchones y mares de soledad que, por cinco o siete segundos (o 15, J), se ocultaban en un orgasmo, solo para evidenciarse con más fuerza después. Chau.

Y todo siempre tan tranquilo.

Y regreso, como el pequeño niño de cuero en tu llavero, a tu bolsa de perfección, Victoria. Siempre. Pero. Siempre Pero. Y pienso. Y después de unos días, siempre, llega. Y te quiero perdonar y pedir perdón y no sé hablar y no puedo hablar y no sé escuchar y no puedo decidir cuándo me voy. Un Pero. Como el silbato que tiene el niño de tu llavero. Soy el silbato, pegado a ti siempre. Y siempre me quiero ir. Siempre me voy y siempre regreso y eres un huracán y yo soy solamente el barro que moldeas y no soy nada más que los trozos de barro rotos que no puedo juntar y que me cuesta tanto trabajo sentir y ver y oír y me dices que volveré a sonreír y cuando vuelvo a sonreír no puedo más que recordar que sólo contigo me siento realmente feliz y no puedo seguir los pasos de la felicidad y vuelvo a regresar creyendo que aquí sí soy feliz y me doy cuenta que eres un huracán y me transformas y me rompes y me quiebro y no veo no siento no escucho no lloro no río no como no duermo y lloro y la extraño y la deseo más a ella que se fue porque no pude seguir sus pasos porque lloraba porque extrañaba porque necesitaba estar aquí y todo para que me rompas y me digas que el sol está ahí y no lo veo y no puedo seguir sus pasos porque regreso y eres un pinche huracán.

No puedo seguir tus pasos.

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