Autor invitado: Carlos Quiroz
¿Entonces quieres ser escritor?
Me caga levantarme temprano. Eso de que en las mañanas las personas están más activas se me hace una estupidez. Aún asà lo hago. Suena el despertador a las cinco de la mañana y sigo un religioso protocolo que me lleva desde la cama hasta el asiento del conductor del coche que manejo. Si saliera más tarde, el tráfico me impedirÃa llegar a tiempo a clase.
La mañana iba lenta. Las calles seguÃan vacÃas. El dÃa era tan gris como cualquier otro. Llegué a la escuela temprano y me fui directo al patio. Sam ya estaba ahÃ, fumándose un cigarro, y a su lado estaba ella.
Ya la habÃa visto antes. La primera vez yo estaba igual en ese patio, matando el tiempo como siempre. Recuerdo el momento exacto en el que el mundo se paró, en el que todos se callaron y voltearon a una misma dirección para verla pasar. Recuerdo el cabello recogido, los tacones y el vestido verde y reducido. Recuerdo su modo de andar. Esa niña tenÃa piernas y vaya que las sabÃa usar. Su nombre era Joanna, todos le decÃan Jo, y ese dÃa se robó algo más que mi atención.
Pero en fin, sin decir nada esa mañana me fui a sentar con ellos. En algún momento Jo le dijo a Sam que tenÃa hambre y que querÃa desayunar, que si iba con ella. Sam dijo que sÃ. Jo se levantó, se dirigió hacia mà y me preguntó:
— ¿Nos acompañas?
— SÃ, ¿por qué no? —respond× TodavÃa falta para mi clase.
Fuimos a un pequeño lugar frente a la escuela. Jo fue la única que ordenó. Las palabras iban y venÃan, y poco a poco la conversación fue llegando a terrenos conocidos. Empezamos a hablar de libros. Jo me preguntó que qué me gustaba leer y, pese a haber desperdiciado una vida armando respuestas increÃblemente elaboradas a este tipo de preguntas, contesté de una forma increÃblemente simplista.
—Henry Chinanski —respondÃ.
Y tomamos café y hablamos por horas. Ella hablaba de T. S. Eliot y Marruecos y yo no podÃa dejar de verla. Su voz era estridente y su sonrisa, cálida e inmensa. De cerca, Jo era mucho más bonita, bonita de una forma honesta, como una lluvia suave coloreando calles en abril, como el Almost Blue de Baker. Y además le gustaba viajar y le gustaban los libros, los buenos libros. Jo era encabronadamente guapa, inteligente y bien leÃda, el febril sueño adolescente de alguien que leyó demasiado Hemingway.
— Te voy a prestar un libro, una colección de poemas —dijo alegremente antes de irse.
Y a partir de ese momento comencé a encontrarme a Jo a cada rato, en los pasillos, en la calle, en donde fuera. Antes de esa mañana la habÃa visto una sola vez en la escuela, dos a lo mucho. Ahora que ambos estábamos conscientes de la existencia del otro, no dejábamos de hallarnos. Debido a la extraordinaria casualidad de nuestros fortuitos encuentros, cualquiera pudo haber pensado que yo la seguÃa o algo asÃ, pero no, siempre que la veÃa era algo completamente accidental, un juego de probabilidades bastante particular.
Curiosamente cuando real, honesta y conscientemente hacÃa el intento de buscarla, Jo jamás aparecÃa. Recuerdo el dÃa que traje un libro que querÃa enseñarle y nunca la encontré, recorrà como tres veces los pasillos de la escuela y no hubo rastro alguno de ella. Al contrario, el dÃa en que me enfermé y me veÃa y sentÃa de la chingada y querÃa evitar encontrarme a Jo, terminé topándomela de frente a los dos minutos de cruzar el patio de la escuela. Como suele suceder con cosas tan abstractas como la inspiración o la felicidad, buscarla activamente no garantizaba absolutamente nada.
Y asà decidà invitar a Jo a salir antes de que el semestre terminara.
—Estás bien pinche loco —me dijeron— she’s way out of your league —y de cierto modo eso me gustaba, la idea del underdog que pese a toda expectativa termina ganando. Tengo una obsesión casi patológica con meterme en peleas en donde tengo todas las de perder, porque sé que si pierdo siempre puedo decir que tenÃa todo en mi contra, pero si gano, la cosa es diferente.
Pero bueno, Henry Chinanski acababa de terminar una novela y ahora iba a presentarla. El plan era llevar a Jo conmigo y dármelas de poeta maldito. Recuerdo habérmela topado de imprevisto, cuando todavÃa no me sentÃa completamente listo para invitarla. Me quedé como venado lampareado a mitad de la carretera. Ella dijo una cosa, yo dije otra y pese a lo atontado que me encontraba logré preguntarle:
—¿Quieres ir conmigo?
—Va —respondió— suena padre. ¿Te doy mi teléfono y me marcas al rato?
Mejores palabras no pude haber oÃdo. De todos los fracasados que aquel dÃa en el que Jo cruzó el patio voltearon a verla deslumbrados, yo era el que iba a terminar saliendo con ella.
Lamentablemente nada dura lo suficiente, sobre todo la felicidad, sea lo que sea lo que eso signifique. Bien dicen que si te sientes muy bien lo único que tienes que hacer es esperar a que se te pase.
Y es que las cosas se pusieron realmente feas poco después del sà de Jo. Pese a tener promedio reprobatorio en cierta materia clave, decidà arriesgarme y presentar el examen final. Alimentado por café, Coca-Cola y aspirinas memoricé, con la avidez de un vagabundo adicto al crack, seis meses de teorÃa en apenas 72 horas. Temblando, presenté el examen. Respondà absolutamente todo y aun asà reprobé de la manera más aparatosa posible. Sin entrar en más detalles, me habÃa jugado la estancia en la escuela y habÃa perdido. Lo único que impedÃa que me diera un pinche tiro era saber que pese a lo jodido de mi situación, aún iba a salir con Jo.
Entonces llegó el dÃa en cuestión y empezó a llover y se me hizo tarde. HabÃa un tráfico asqueroso, de esos que hacen que te arrepientas de haber puesto un pie fuera de tu casa, pero ¿qué le iba a hacer? Si esta ciudad es tan bella como impredecible.
Después de como tres horas y un hastÃo del tamaño del mundo, por fin llegué al lugar, a una especie de bar-cantina en la parte fea de la ciudad. En cuanto me bajé del auto corrà a un teléfono público a marcarle a Jo. Este sonó y sonó hasta que por fin alguien me contestó.
—¿Jo? —pregunté agitado— soy yo, soy— y colgaron de repente. Volvà a marcar, una, dos, tres veces. Ya nadie contestó. Me quedé bajo la lluvia, escuchando el incesante y solitario sonido de una lÃnea ocupada.
Siempre he creÃdo que se me dio el talento suficiente para soñar con la posibilidad de ganar, pero no para realmente hacerlo. Casi siempre me caigo justo antes de cruzar la meta. Y entre más cerca estoy, más culero es el fracaso y más evidente se hace el hecho de que sà soy un pendejo. Me vuelvo a levantar y me vuelvo a caer, la historia de mi puta vida. Pero es igual, después de tantas veces, he aceptado dicha condición como inherente a mi persona.
Y aun asÃ, la habitualidad no implica que los golpes contra el suelo duelan menos. Lo que no te mata, no necesariamente te hace más fuerte. Lo que no te mata, te entristece y te encabrona. Jo escuchó mi voz al otro lado del teléfono y colgó. Fue una mentada de madre. Si no querÃa salir conmigo debió de habérmelo dicho en el momento en el que le pregunté, no dos semanas después y tras haberme seguido el pinche juego.
Resignado, triste y enojado me acerqué a la entrada del lugar, cuando de pronto un par de esos policÃas de mentiras me detuvieron.
—No joven, no podemos dejarlo entrar, el lugar está lleno.
—Mire, habÃa muchÃsimo tráfico, me hice como tres horas para llegar aquÃ, una persona más no va a hacer la diferencia.
—Qué más quisiera, joven, pero es por seguridad. Para la otra, salga más temprano de su casa —eran las once de la noche y el cielo no dejaba de tronar.
—Ok, sólo me acerco le pido que me firme el libro y me voy. No va a tomar más de cinco minutos.
—Ah, cómo es necio, joven. Ya le dijimos que no puede pasar. Ya no esté molestando, ¿s�
Estaba que me llevaba la chingada, básicamente todo lo que podÃa salirme mal, salió mal. HabÃa tenido una semana horrible, Jo me habÃa mandado al carajo y ahora no podÃa entrar a conocer al viejo indecente de Chinanski.
Vagabundeé un rato alrededor del lugar, fue asà como llegué a la puerta de servicio del local. Estaba abierta y no habÃa nadie. Entonces lo pensé: si entro y me agarran me puedo meter en un pedote, pero si no lo hago habré desperdiciado tres horas de mi puta vida viniendo a lo pendejo. Decisiones, decisiones, decisiones. Una vida inspirada por bravos actos de idiotez carentes de consecuencias. Voces subconscientes que gritaban al unÃsono una y otra vez: no seas puto y hazlo.
Entonces lo hice, bien pinche asustado, pero lo hice. Atravesé a oscuras una pequeña bodega. Alguien notó que me colé, me gritaron que me detuviera y obviamente no lo hice. Seguà a tientas y con el corazón en la garganta crucé una puerta y la luz me deslumbró.
Llegué entonces a un enorme salón que estaba repleto, aproveché y me perdà entre la gente, vaya que habÃa gente. Hasta ese momento, jamás habÃa cobrado plena consciencia de lo que la fama literaria significaba. No es que en dicho lugar hubiera cientos de groupies enloquecidas, pero algunas de las mujeres que ahà estaban eran realmente hermosas, demasiado finas para el basurero en donde estábamos.
Comencé a caminar por el lugar observando a las personas. Realmente me fascinaba ver cómo un libro, y más aún, como una persona como Henry Chinanski, habÃan sido capaces de reunir a tan diverso grupo de personas bajo el mismo techo. Esa noche el mundo se hacÃa más interesante.
Seguà caminando y entonces lo encontré. Un tipo grande y alto que evidentemente podÃa aguantar una pelea. Su rostro, rasguñado por las cicatrices, poseÃa una mirada cansada y un alma destruida. En una mano, una bebida y en la otra, un cigarro. Ahà estaba Herny Chinanski. Frente a él, una pequeña fila de gente, que igual que yo, querÃa una firma en sus libros. Me fui a formar y después de un rato fue mi turno de pasar.
— ¿Señor Chinanski? —pregunté— Soy aspirante a escritor y admiro su trabajo, usted ha sido una gran inspiración para mÃ.
—Jajaja —me devolvió una amable risa alcoholizada. Como todos los personajes de sus novelas, Henry Chinanski estaba hasta la madre—. Tú estás loco, muchacho. DedÃcate a otra cosa.
—Es lo único que quiero hacer, señor. Pese a cuán jodido pueda yo estar, quiero al menos escribir un par de buenas novelas.
—¿Qué tan jodido? —se rió—. Muchacho, ¿qué sabes tú del infierno? ¿Viniste solo acaso? —me quedé callado.
—Jajaja, tu mujer te abandonó ¿no es as�
—Ella no era mi mujer.
—Da igual que no lo fuera. Mira, muchacho, si escribes porque quieres mujeres en tu cama, ni lo intentes. OlvÃdate de las malditas mujeres. Ni ellas, ni el alcohol, ni el dinero podrán salvarte, sólo la escritura. Asà es esto, enloquecerás en tu pequeña habitación, solo, sin comida y sin esperanza. Y si es que logras aguantar será mejor que cualquier cosa que hayas podido imaginar. No hay otro camino y nunca lo ha habido. —Chinanski se detuvo y me miró a los ojos— ¿Entonces quieres ser escritor?
—Asà es, señor, quiero ser escritor.
—Más fuerte
—Quiero ser escritor.
—Entonces ve y hazlo, muchacho —me gritó—, porque asà es como te haces escritor: sudando, llorando, quejándote —se detuvo un segundo para darle un trago a su bebida— y pegando el culo a una puta silla y poniéndote a escribir. Todo lo demás es una maldita pose.
Regresé a mi casa de madrugada. Al final sà me firmó mi libro: la vida está en otra parte, escribió, seguido de una dirección y otra nota que decÃa: mándame lo que escribas, pero por favor, no me hagas perder el tiempo.
Miré el reloj, eran las tres de la mañana y faltaban dos horas para despertar e ir a la escuela. El teléfono sonó y yo lo dejé sonar. Por un momento estuve a punto de pensar en Jo, pero recordé las palabras de Chinanski. Saqué la máquina y comencé a escribir. Me caga levantarme temprano.
@friscoyote