Autor invitado: Ameyalli Gómez Ilescas
2059. Singapur, Tierra.
Hoyos negros ¿escondites para contar secretos?
Algunas noches, el viejo guardia – que no suele hablar con nadie más – me cuenta de su niñez. Cuando las ciudades aún tenían colores: azul, verde, rosa, amarillo, naranja. . . verde. Cuando las familias no estaban tan rotas e incompletas. Cuando había más que viejas y nuevas construcciones que parecen nacer de entre escombros de guerra. No deben decirles mucho por aquí; creo que él no sabe exactamente quién soy yo.
- ¿Sabes lo que hacían antes las personas cuando tenían un secreto insoportable?
- No viejo. Dime ¿Qué solían hacer?
Se acomoda en su silla vieja de metal oxidado y comienza a canturrear:
“Subiré a una montaña
hallaré el árbol más grande
tallaré un hueco en él.
Y le susurraré mi secreto.
Entonces, cubriré el agujero con barro
olvidaré aquella montaña
olvidaré aquél árbol
olvidaré aquél susurro.
Y jamás nadie podrá escucharlo”
Las últimas palabras apenas y se entienden porque ya comienza a quedarse dormido.
Hoy, los únicos árboles que veo desde mi celda son los que construyeron hace ya muchos años para captar la energía solar, y están aquí en Singapur. Pero a nadie se le permite acercarse. Ésta noche hay un cielo despejado, incluso puedo distinguir algunas estrellas.
En el universo también hay huecos. Huecos negros para ir a susurrarles lo que llevas dentro. Pero su naturaleza es más dañina, bastante peligrosos y pueden llegar a ser muy útiles… si no eres lo suficientemente grande y te acercas a su hermosa periferia radiante ya no solo es un pequeño hueco. Varias estrellas, ciudades dentro de planetas, naves curiosas enteras han desaparecido en la osada misión de tocarles. Irreverentes, se acercan a él como presas ajenas a la trampa escondida… y tanto se acercan y tan sigilosas van que sin el menor ruido envueltas se ven del mortífero abrazo de la gravedad infinita que nace del centro. Y entre abrazos sin brazos y abismos envueltos; la velocidad que se alcanza en tan divina danza termina por hacer de la estrella poco más que unas brasas. Al final el disco luminoso que rodea al insaciable hoyo solo engrosa otro poco.
¡Cómo me gustaría ser una gigantesca criatura que merodea el universo!
Sí. Me iría muy lejos, en busca de un luminoso disco de acreción que emane destellos en rayos X. Me acercaría ligeramente hacia él y entonces me dirigiría al espacio-tiempo deformado de su centro. No necesito tallar, no necesito cubrir nada, el núcleo de su estrella oculta, todo lo atrae, todo lo absorbe, así se alimenta de luz. — ¡Qué desdichado he sido! Nunca debí crear ese aparato de muerte, de destrucción, de podredumbre humana. Sabía lo que provocaría y aún así mi ego no me permitió destruirla entonces. «Me he ofendido a mí mismo, a Dios si es que hay Dios alguno y a la humanidad porque mi trabajo no tuvo ni la calidad, ni el destino que debía haber tenido». — Susurraría, no: ¡Gritaría sin cuidado! Porque yo lo sé, todo ahí dentro es oscuro porque nada de él sale.
Entonces; olvidaría aquella simple oscuridad profunda del espacio, aquél hueco tallado por la gravedad, olvidaría su bello disco de acreción de partículas radiantes, olvidaría las palabras ahí contadas y nadie fuera de él podría escucharlo.
Todo esto, mientras la mecedora sigue chirriando y yo sigo con mi secreto dentro.
Sé que el decirlo no cambia nada.
Pero me arrepiento de haberlos matado.
Originaria de la Cd. de México, Ameylli Gómez Ilescas dio su primer suspiro un 16 de Abril de 1993. Estudiante de Biología y amante de la fusión entre la ciencia y el arte.
¡Que increíble esto! Me dejó con unas ganas de leer más.
¡Muchas gracias!
Espero que pronto.