“Sería grandioso salir a la calle sin enamorarme,
por lo menos una vez, de una desconocida”
-Se leía en la primera página de su libreta.
Una luz parpadea en la mesa. Entre mis libros está mi celular. Una notificación de HPPN. Volteo a todos lados. Busco una cara conocida, sabiendo, que será un intento infructífero, lo más probable es que yo no la conozca. Siempre me ha gustado jugar, aunque sepa que lo más probable es que vaya a salir perdiendo. Busco caras entre la multitud, trato de adivinar entre las personas los secretos que sus ojos pueden contarme. Quiero saber quién es. Son muchos los rostros que se mueven por donde estoy y siguen su camino más allá de mi visión. Algunas tienen su celular, ven la pantalla, sonríen, otras tienen muecas de asco, otras caminan con loa audífonos puestos como si su música de fondo fuera capaz de cambiar la realidad que ven y que viven. Como si cambiar la percepción de una de los sentidos funcionara como un filtro para los demás. Todo el mundo caminaba, platicaba, o se sentaba con algún aparato electrónico en alguna de sus manos y ya no soportaba la curiosidad de esa luz tintineante. Mis ansiosas manos recogieron el aparato, la luz se hacía más intensa.
La foto que en la pantalla de mi celular se sacudía no era de mucha ayuda. Estaba ahí. Tal vez no, no estaba muy seguro. Lo más probable es que ella estuviera en esa foto. También es probable que no estuviera. Era probable que entre todas las caras de ese pequeño cuadro en mi celular nunca llegara a darme cuenta cuál era ella. Desde el primer movimiento de la partida ya estaba perdiendo. Sólo tenía dos posibles jugadas: tocar la foco y seguir jugando, o desecharla hacia la izquierda con un leve movimiento de mi muñeca.
Nombre: Ana M. Arce Barros
Edad: 22 años
Ocupación: Estudiante
Ver caminos
Un mapa, que parecía más un plano, de un diámetro de quinientos metros apareció en la pantalla. No era difícil imaginarse dónde se cruzaron nuestros caminos. Yo llevaba ya una hora sentado en el mismo lugar sin moverme, sólo había un camino frente a mí. Así es. Ahí fue donde nos cruzamos, en el un único punto, tan claro, tan único como todos los demás puntos. Y al mismo tiempo tan diferente que podía haber sido cualquier otro punto, pero también pudo haber sido El Punto. Era lo único que sabía de Ana. Era un punto en un plano con los sueños de grandeza de un mapa. Tal vez el plano sea más importante que el mapa hoy, aunque el pasado de éste tiene más importancia a pesar de haber sido olvidado y de haberlo dejado acumular polvo. Ya no nos movemos en distancias tan largas como solíamos hacerlo. La búsqueda del amor se ha reducido a un radio de doscientos cincuenta metros. Ana era un punto, una cara más entre la multitud. Una de los cientos de personas que pasaron por esa calle. Ya había movido mi pieza, no había más que esperar su reacción.
Buscaba en una cara una señal de Ana, un gesto, una mueca, un suspiro. Algo. ¡Por Dios! Algo debía delatarla, no podía ser tan difícil. Estaba ahí afuera, en mis ojos la veía. Pero también veía a muchos más y todos con la cara iluminada por un maldito aparato. ¿Era ella? No. ¿Tal vez ella? Podía ser, creo que en la foto había alguien con los ojos verdes. Ella se parece un poco, si se da la vuelta puede que lo sepa. Cruzando la calle hay un grupo de mujeres que se parecen a las de la foto, claro que no veo muy bien hasta allá, pero estoy seguro que son ellas. Ella debe estar ahí.
Todas las caras mirando sus teléfonos, mirando más allá de las pantallas. Algunos olvidando todos sus problemas, otros estando en el lugar y con quien realmente quieren estar. Algunos pocos tratando de resolver sus vidas. Esperaba que entre ellos estuviera Ana. Sólo era necesario un golpe de su dedo y todo era posible. Podía jugar un turno más. Hacía dónde estaría viendo Ana, a dónde la estaría llevando su pantalla. ¿A un lugar lejano o sólo a cruzar la calle? Su foto ya no estaba en mi pantalla, el celular estaba en reposo. Era un cruel y triste espejo negro donde lo único que se veía era mi reflejo. No había más allá, todo lo que había era lo que tenía en frente y atrás, que eran casi lo mismo. Era estúpido soñar, lo sabía, trataba de olvidarlo, pero mi reflejo no me dejaba. Me recordaba que lo único que había era lo que veía: yo. Aquí y ahora. Claro que podría soñar y soñar de todas las maneras posibles e incluso descubrir nuevas, pero no serviría de mucho porque por más que tratara no dejarían de ser sueños. En cambio la pantalla oscura me mostraba lo que había, lo que existía en la realidad. Yo no veía más allá, a pesar de lo mucho que quisiera, porque sabía que más allá era una ilusión y el acá no era más que la realidad. Y la realidad era yo sentado, solo, esperando que una desconocida, que se hacía llamar Ana, decidiera que yo era lo suficientemente interesante como para dejarme entrar a su vida, aunque fuera por un momento y a través de las pantallas de nuestros celulares.
Dos pequeños rectángulos, protegidos por nuestras manos, serían el único contacto que tendríamos. Tan cálido como fumar en medio del invierno. Una mentira de calidez tan conveniente que nunca nos atreveríamos a cuestionar. Estamos en la calle y nos morimos de frío y lo sabemos. En lugar de buscar refugio bajo techo, al lado del fuego, seguimos dejándonos congelar y nuestra mentira e ilusión es tan grande que llegamos a descubrir nuestras manos y cara. ¡Nos volvemos más vulnerables a voluntad! Y prendemos un cigarrillo en nuestros labios. Pensamos que la calidez de un extremo saldrá por el otro y usando nuestros pulmones como punto de entrada calentamos todo nuestro cuerpo y tendremos menos frío. Mientras el humo y la falsa sensación de calor nos invade, unas minúsculas gotas de llovizna nos empiezan a cubrir, empezando por nuestras manos y cara. El frío nos cansa poco a poco, nos desgasta mientras nos seguimos aferrando al pequeño calor del extremo del cigarrillo.
Así era hablar por esas pantallas, aferrarnos y engrandecer el poco calor que nos brindaba. Sentíamos que esa calidez era mayor porque habíamos olvidado a ver la pantalla y nos habíamos convencido de ser capaces de ver más allá.
Tu camino y el de Ana se han cruzado.
Pueden empezar a conversar.
Era ella, por fin. Ahí estaba en ese pequeño rectángulo sobre la mesa. Ahí estábamos. Todas las posibilidades estaban a unos cuantos movimientos de nuestros dedos.
Una ventana azul apareció.
Hola.
La buscaba por la calle. Seguía sin lograr identificarla. No había nada que la delatara o si lo había no lograba identificarlo. El recuadro gris al lado de su nombre no terminada de cargarse. ¿Por fin la conocería?
Empezamos a platicar. Ella conocía mi rostro. ¿Me vería? ¿Sabría dónde estaba? ¿Sabría quién era yo? ¿Me estaría viendo en ese momento? ¿Ya no sería sólo algo en la pantalla de su celular?
¿Conoces el lugar?
¿Cómo?
Sí, si conoces el lugar. Es la primera vez que vengo y me preguntaba si sabías de algún lugar cercano para pasear.
La verdad no. He venido varias veces a este café pero nunca he decidido explorar el lugar. ¿Qué te interesaría hacer?
No sé. Me gusta caminar y la fotografía así que pensaba en ir a algún parque o a alguna calle olvidada por el tiempo.
No conozco ningún lugar así por aquí. Pero no te preocupes no debe ser muy difícil encontrar a alguien que nos diga.
¿Nos?
Sí, como me preguntaste pensé que querías que te acompañara.
El cuadrito al lado de su nombre seguía sin cargar.
Podrías acompañarme, pero primero me tendrías que encontrar. Creo que no es tan difícil. Ya sé dónde estás. ¿Pero, tú sabes dónde estoy yo?
Ni sé cómo eres, mucho menos voy a saber cómo encontrarte.
No es tan difícil sólo mira el cuadro al lado de mi nombre.
Ana, ese es el problema. El cuadro todavía no se carga.
¿No sabes cómo soy? ¿No me ves?
No.
Hahaha. Vamos a jugar, me tienes que encontrar. Tengas mi foto o no. No estoy muy lejos, aunque sabes que lo más probable es que esté cruzando la calle.
¿Cómo encontrarte si no sé lo que busco?
Así es el amor. No sabes qué buscas pero aun así lo haces.
¿Cómo te busco? Sólo sé que eres mujer, que estás cruzando la calle y que me observas.
¿No es suficiente con eso?
¡Claro que no!
Qué lástima. Me gustan los juegos.
Bueno, dame una pista. No sé, algo.
Tengo los ojos de verde claro.
Eso es lo único que podía adivinar de la foto con tus amigas.
Hahaha.
No me sirve. No es como que me voy a poner a ver ojos hasta encontrarte.
Una regla es una regla. Si quieres jugar.
No podía ver a los ojos a todas las mujeres que estaban cerca, mucho menos a las que estaban cruzando la calle, donde ella juraba estar. Fue un poco tramposo pero trataba de adivinar el color de los ojos de las mujeres y esperaba eliminar a la correcta. Cuando dudaba y no estaban lejos, me acercaba con cualquier excusa, preguntaba por fuego, algún cigarrillo, por direcciones, juraba que ella era una amiga de la infancia. Cualquier mentira servía en esos casos de desesperación. No había muchas mujeres con ojos verdes, la mayoría de color café, alguno que otro azul y las pocas verdes no se parecían para nada en aquellas mujeres de la foto.
Hahaha. No pensé que fuera a atrever.
Este juego es más difícil de lo que pensaba. No es tan fácil ni romántico ver a los ojos de una desconocida.
Hahaha. ¿Quién dijo que lo sería? ¿Otra pista?
Te amaría por siempre si me la dices.
Entonces, creo que no será una tan fácil. No soy de aquí, soy del mar.
¿Del mar?
Sí, del mar.
Esto era absurdo. Sí, lo admito, siempre he pensado que entre las mujeres más hermosas y el mar ha habido una relación intrínseca. Mortal. Fatal. Cada una se alimentaba de la otra. Cuando estaban separadas no es que murieran, sino que sus cuerpos y espíritus se anhelaban mutuamente. Los ojos eran más cristalinos que de costumbre, de ellas irradiaba un aroma que recordaba a la brisa del mar. Las aguas desasosegadas gritaban por su regreso, lloraban, hacían rabietas hasta que desde lo más lejano le llegase una gota de ellas. Se calmaba, pero todavía no las olvidaba, es que realmente nunca se olvidan, sólo se anhelaban.
El mar sin esas mujeres en su agua no sería nada, no sería hermoso, estaría triste todo el tiempo anhelando esas épocas de antaño donde ninfas, diosas, sirenas y princesas se bañaban en sus corrientes. Y les robaba con cada roce una minúscula parte de su vida y de su belleza que se iba acumulando poco a poco en las profundidades. Para atrapar todas las miradas curiosas desde la costa y desde los ojos de los marineros. No era en vano que muchos se enamoraran del mar, ni que vieran reflejada en el agua a su amada. Seguramente ella se había bañado ahí. Y la verían por la eternidad miles de ojos furtivos, de aquí y del otro lado del mundo. Pero estas mujeres también ganaban algo, el mar no sólo les robaba su belleza y su vida, sino que las cubría de aquella que había atesorado por años. Por eso cuando ves a una mujer del mar no sólo la ves a ella. Ves una belleza indescriptible. No es que en su totalidad cada una de ellas sea la mujer más bella, sino que su belleza se esconde en pequeños detalles, casi imperceptibles para los ojos que no se han enamorado. Sus labios pueden tener un secreto oculto que eres incapaz de descifrar por más que observes cada uno de sus movimientos. Sus ojos, qué decir de sus ojos, tiene un brillo furtivo, el brillo de miles de miradas que lo han visto casi todo, miradas tan sabías que pueden conocer tus peores intenciones con posarse durante un segundo sobre ti. Sonrisas distintas a las de cualquier joven que llegases a conocer, sonrisas que han llorado, sonreído, cantado, besado, gritado, que han hecho de todo y conocen de todo. Sonrisas que no se sorprenden por cualquier cosa, pero cuando lo hacer es de todo corazón. Sonrisas que se han cansado de moverse en vano y lo hacen con suma precaución. Pero sobre todo, el detalle más común en todas las mujeres del mar era su caminar. Tenían un paso despreocupado, sabían que nunca podían fallar al caminar, una caída era impensable y mucho menos lastimarse. Caminaban con la seguridad de tener el mundo a sus pies, con la ligereza de caminar sobre el agua. Y con una mirada a su caminar se podía hipnotizar a cualquier hombre que se fijara en ellas, las miradas las seguiría hasta el fin del horizonte.
Sí, eso era, tenía que verla caminar. Los demás detalles serían tan problemáticos como verla a los ojos. Pero su paso la delataría.
Amo a las mujeres del mar.
¿Ah, sí?
Sí.
Eso podría ser una lástima.
¿Por qué?
Casi siempre cuando amamos algo o ello no nos ama o no lo podemos tener.
No es tan difícil acercarse a una mujer del mar.
Entonces, acércate a mí.
Eso intento.
Intentar no es suficiente. Tienes que jugar.
Dime algo más. No puedo encontrarte así.
¿Ya me ves?
Todavía no.
Es una lástima. Voy a estar en la fuente del parque que está dos cuadras arriba. Estaré una hora. Espero que puedas ver mi foto y me puedas encontrar.
¿Atraparte va a ser así de difícil?
Puede ser peor. Puedes nunca ver mi cara u olvidarla antes de tiempo.
Dudo que eso pase.
No dudes de las posibilidades.
Sólo podía tomar una calle para llegar al parque. No me dijo cuándo saldría hacía él, sólo podía sentarme y mirar fijamente la calle esperando verla caminar. Ser hipnotizado por una mujer del mar es algo fácil de notar, así que no sería mucho problema. O al menos eso esperaba. La calle estaba tan poblada que era difícil ver durante más de un segundo a la misma persona, otra se cruzaba en el camino y así era casi imposible ver su paso. Sólo me quedaba una opción: esperar a ver su foto y correr a encontrarla el parque, que también estaría lleno. Ir sin saber cómo se ve sería torpe, tendría el mismo problema que con ver a todas a los ojos.
La ventana azul estaba ahí. Ana había dejado de escribir y esperaba mi encuentro. El cuadro gris al lado de su nombre no cambiaba.
Mar, piel, sonrisas.
La foto apareció faltando diez minutos.
Ana estaba en el mar, recargando sus brazos sobre un chaleco salva vidas rojo. El agua le cubría la mitad de estos. El resto de su cuerpo no se veía. Sólo sus brazos, sus hombros y su cabeza. Su pelo parece un poco mojado, como si hubiera estado nadando en el mar, pero sin dejar que el agua le cubriese por completo la cara. Era claro que la parte del cuerpo que más tiempo pasaba sumergida eran sus piernas. Sin duda alguna su caminar debía ser el más hipnótico que muchos podrían llegar a ver en lo largo de su vida. Su cara estaba seca y en ella se reflejaba el brillo del mar y del sol. Su mirada era sosegada, parecía que miraba a la cámara, pero el mismo tiempo se perdía más allá, tal vez en la playa, tal vez en el fotógrafo o tal vez en algún recuerdo. En efecto, sus ojos eran verdes, pero de un verde muy claro. Como si el color hubiera sido desgastado por la luz del sol, las miles de vidas vividas y los millones de miradas con las que se ha encontrado. Eran unos ojos viejos, no cansados, pero sí pensantes. Su sonrisa era de protocolo, sus labios perfectamente sellados ocultaban sus dientes, pero no dejaba de ser una sonrisa. Claro, carecía de sentimientos pero rebosaba de formalidad. Ningún otro músculo en su cara jugaba un papel en su sonreír, la piel alrededor de sus ojos estaba lo más tersa posible, sin un solo signo que reflejara que ahí también sonreía. Sólo sus mejillas se habían movido y era como si le crearan un refugio a esa sonrisa de porcelana, que con la misma facilidad con la que había aparecido podía desaparecer. Estos hoyuelos protocolarios eran los que hacían que resaltasen sus labios, incluso debajo de su nariz, nariz de otras generaciones, de otras razas, nariz que tuvo que nadar miles de leguas desde el desierto para llegar a su cara. Sus labios, en ese marco cutáneo, eran lo que primero llamaba a los ojos. Unos labios perfectamente sellados, pero parecía que abrirían una pequeña comisura a la menor provocación. Su labio inferior era más abultado que el superior y más curvo. El superior parecía tan estricto, tan recto e inamovible que sería imposible tratar que nos dijera algo. Por el contrario, el inferior, por su forma de media luna y por su mayor carnosidad, sería más sensible y más juguetón, y nos dejaría entrar con una risa tímida y un poco de dientes. Esa eran Ana, la mujer del mar que estaba más allá de mi pantalla. Que me esperaba en la fuente del parque.
Me levanté de la mesa y dejé un billete con lo que calculaba que se cubriría la cuenta e incluso más. Me dirigí al parque.
Veía la fuente, estaba al cruzar la calle. Tráfico del demonio. Por fin la vi, estaba sentada a la orilla de la fuente. El agua que caía tras ella me recordó su foto. Sin importar a dónde fueran, nunca dejarían de ser mujeres del mar. El tiempo se acababa, ya casi era hora que Ana se fuera. Ella estaba en frente de mí, sin poder gritarle que se quedara, que esperara y yo incapaz de cruzar una maldita calle.
Ana se levantó y caminó en sentido contrario. Tenía que detenerla.
¡Ana, espera. No te vayas! Te veo, estás en frente, pero no puedo cruzar la calle. Espérame.
Error. El programa se ha cerrado inesperadamente.
Mensaje no enviado.
Información perdida.
A. J. T. Fraginals
Saludos, te he nominado para un premio de bloggers. Felicidades. Aquí puedes verlos detalles. Un abrazo: http://javtt11.wordpress.com/2014/09/15/11-nuevos-premios-bloggers-para-enero11/