Autor Invitado: Abraham Vodnik
“…me obliga a escribir lo que escribo con
una absurda esperanza de conjuro…”
Silvia.
– J. Cortázar
Nueve pesos. Tengo que pagar nueve malditos pesos para subirme a esos camiones que los manejan horrible. Y por si no fuera suficiente, debo caminar hasta la parada anterior porque es muy común que los choferes decidan no detenerse en la parada que está saliendo del campus. ¡Cómo los odio en verdad! Pero eso no me es importante por ahora. Lo que me preocupa es que ella está sentada en la segunda fila pegada a la ventana y yo estoy de pie algunas filas más atrás. No tengo la menor idea de quién es o si es que toma este autobús hacia el centro todos los días, sólo alcanzo a ver en dónde se sienta mientras, resignado, avanzo por el pasillo del camión por efecto de la gente que sigue subiendo. Debo hacer algo.
Hoy salí especialmente tarde del laboratorio. Me preparaba para guardar mis cosas cuando un desinteresado proceso de clicks y tecleos me condujo a nueva bibliografía que no había considerado antes: debo actualizar mi base de datos y referencias una vez más. Pongo un poco más de agua dentro de la cafetera, aprovecho el respaldo de la silla para estirarme y me preparo para trabajar un par de horas más. El sol termina de esconderse mientras yo pongo una nueva lista de reproducción.
Por fin guardo mis cosas y me asomo dentro del cubículo del doctor.
– Con cuidado- me dice.
– Sí, nos vemos mañana- respondo al mismo tiempo que deslizo un brazo dentro de la chamarra antes de salir del edificio.
El campus es agradable de noche, el camino peatonal está vacío con excepción de las lámparas y la vegetación que lo escolta. Mientras camino, observo con atención los límites del adoquín con la intención de diferenciar algún animal que ande buscando su cena, y aunque no sucede así, logro entretenerme hasta llegar a la entrada principal de la universidad. Hoy no pienso apostarle a la primera parada, así que comienzo a subir el puente peatonal que atraviesa la avenida y camino una cuadra más para llegar a la plaza en la que el autobús no tiene más opción que detenerse. Ha sido una semana con mucho frío y hoy en especial se siente un poco más. La gente espera el camión con las manos dentro de las bolsas y el cuello hundido dentro de sus chamarras. Yo no soy la excepción. Algunos minutos después, por el final de la calle, se empieza a distinguir el display de leds que anuncia: “Ruta 121”, y las personas se empiezan a espabilar y a amontonar en diferentes grupitos. Es entonces cuando la veo: los faros de un coche la iluminan a contraluz y me permiten apreciar el detalle de su perfil mientras lucha con su mochila para obtener su cartera. No entiendo cómo no la había visto antes. El camión se detiene un par de metros antes del primer grupo de personas, para no variar, y la gente comienza a acercarse en una fila boliforme y mal organizada en donde algunos buscan colarse por los lados. Consigo un lugar en la fila a escasas 3 personas detrás de ella mientras una señora se acerca sospechosamente por mi lado derecho: “hoy no”, me digo a mí mismo y me pego ligeramente a la persona que tengo enfrente. Después de pagar volteo para ver cómo se acomoda en uno de los primeros asientos junto a la ventana, los demás están ocupados. -¡Se siguen recorriendo de favor!-, grita el chofer mientras la gente me empuja al pasar por su fila de asientos. Chinga’ tu madre, ruta 121.
Saco el libro dentro de mi mochila como pretexto para detenerme a la mitad del camión y así evitar terminar en el fondo del mismo. Luego me pego a la fila de asientos individuales para que los demás puedan seguir pasando. Volteo pero sólo alcanzo a distinguir su cabello y el gorro de su chamarra que se asoma hacia el asiento de atrás. Sé que me vio mientras la pasaba pero no sabría cómo interpretarlo. El camión arranca provocando que la señora parada a mi derecha se embarre repentinamente hacia donde estoy: -disculpe- dice, mientras se reincorpora. -No se preocupe-, respondo sinceramente.
Ni siquiera puedo concentrarme en lo que voy leyendo. Decido sacar el lapicero que llevo en la bolsa del pantalón y prepararme para aprovechar la siguiente oportunidad que tenga. Y es que podría considerarse como una forma de ejercicio, no es cualquier cosa coordinar con éxito la tensión entre los brazos y las piernas para evitar salir disparado contra las paredes del autobús. Los chóferes manejan un poco-peor-que-de-la-mierda; y el camino de la autopista está tan lleno de baches y subidas que toda esta situación está muy cerca de ser declarada como deporte extremo. No exagero, bueno, al menos no demasiado. Suena el timbre y todos los pasajeros de pie se zarandean de un lado a otro mientras el camión se desvía bruscamente a la derecha para detenerse en la próxima parada. Sin perder un segundo, escribo con prisa mi nombre y mi número de teléfono al reverso de la última página de mi libro, lo tachoneo y repito la operación en la esquina inferior pero asegurándome de que quede legible esta vez. Termino el último número en el momento que el camión retoma su camino y veo que la señora a mi lado me observa con curiosidad. Volteo hacia ella mientras pienso “no es para usted, ni se emocione”, hasta que consigo apartar su mirada de encima. Tengo la primera parte del problema resuelto.
La segunda parte es mucho más compleja. Si el roce ocasional de la señora a mi lado ya me hace sentir intermitentemente incómodo, no quiero imaginarme la incomodidad que debe producir que alguien camine medio autobús hasta tu lugar, se atraviese por encima de la persona sentada a tu izquierda, toque torpemente tu hombro y te entregue un pedazo de papel garabateado al mismo tiempo que dice: “¡hola! ¿cómo te llamas?”. Es muy claro que esa no es una opción,así que debo pensar en algo más, pero ¿qué?. La incertidumbre me hace dudar y cuestionarme si en realidad no me estaré ahogando en un vaso con agua. Antes de tomar cualquier decisión debo voltear hacia donde está para asegurarme de que me gusta, pero va a ser difícil porque ella me queda de espaldas y es mucho más lo que puedo apreciar del asiento que de su persona. Por fin me decido y giro la cabeza para descubrirla mirando hacia mí. Ojos oscuros, rostro afilado y labios pequeños que hacen perfecto conjunto con su tez morena. Nuestras miradas se cruzan y ella regresa a su posición original mientras su cabello hace eco de su rápido movimiento. Es un sí para ambos.
Sin embargo las cosas no están mejorando. Vamos acercándonos al centro de la ciudad y un hormigueo en la boca del estómago me recuerda que todavía no resuelvo cómo le daré el dichoso papelito. Tic, tac, tic, tac… el tiempo se agota. Del autobús ya ha bajado mucha gente y eso me permite ocupar un poco más de espacio mientras finjo poner atención a lo que leo. Ahora tengo dos chicos a mi izquierda que discuten sobre algún tema escolar. El que va sentado sostiene un libro con un mapa de las cuencas de México, mientras el que va de pie le explica el significado de las acotaciones del mapa. Supongo que son de la Facultad de Ciencias Naturales. Me relajo un poco y busco con la mirada un par de localidades dentro del mapa para distraerme cuando uno de los chicos alza la mirada diciendo: – ¡Hola! ¿Te quedaste estudiando?
Volteo desconcertado y ¡ella está parada junto a mí! El hormigueo en mi estómago se vuelve un nudo, ni siquiera escuché lo que ella respondió. Estaba a escasos centímetros de mí, lista para bajarse del camión. ¡Carajo! Ni siquiera me di cuenta de que se había detenido el camión. Estúpidas cuencas hidrológicas. La observo con todo el descaro de mi sorpresa mientras se despide del chico y voltea la cabeza hacia mí de forma que nuestros ojos se encuentran una vez más. Es ahora. El sonido del papel siendo arrancado de la página la hace voltear hacia mi mano y no me puedo más que extenderlo hacia ella mientras pronuncio un torpe ¡hola! y le dirijo una sonrisa. Para sorpresa mía y de mi torpeza ella me devuelve la sonrisa aceptando el papel y acompañado de un “¡hola!” antes de bajarse del camión. Volvemos a avanzar y la pierdo por completo de vista. Siento como todos mis músculos vuelven a la normalidad, respiro profundo y de nuevo finjo concentrarme en mi lectura, pues no me apetece descubrir si soy el entretenimiento de los demás pasajeros. No pasa mucho tiempo antes de llegar a mi parada, guardo el libro en la mochila y aprieto el timbre mientras siento la irremediable sensación de llegar a casa para comenzar a escribir.
-Nos vemos el lunes. Descansa- dice el doctor haciendo un gesto con la mano.
-Que descanse- alcanzo a responder antes de que desaparezca por el pasillo.
Por la ventana del laboratorio veo que el sol comienza a ponerse y me confunde un poco no estar acostumbrado al nuevo horario. Han pasado poco más de dos semanas y me encuentro otra vez llenando la cafetera, no tengo bibliografía nueva que agregar a mi base de datos y tampoco tengo ningún número nuevo en mi teléfono. Quizás hoy decida quedarme un rato más a trabajar, quizá decida ir a tomar algo al centro. Le doy un trago despacio al café y pienso: ¿qué más da? Son sólo nueve pesos.
Maravilloso, natural y moderno.