Lucía

Apretaba fuertemente la mano de Lucía entre las mías. En realidad, no sé si el que apretaba era yo o era ella, pero jamás la soltaría. Mi mirada estaba totalmente perdida, fijamente estancada en algún punto de su cara. Ella respiraba muy suavemente, yo no recuerdo muy bien si también lo hacía o si dejé de hacerlo por minutos. Las paredes del cuarto donde estábamos eran naranjas, y todo lo ocupaba la silla de aluminio en la que yo me sentaba, la cama en la que ella llevaba semanas acostada, y la multitud de aparatos que la mantenían aún con vida.

Llevábamos ya varios días sin hablar. No porque no quisiéramos, sino porque a ella le costaba trabajo despertar. Sin embargo, a veces nuestro tacto expresaba más de nosotros mismos que las palabras que pudiéramos llegar a decirnos. Sus ojos, cerrados, hacían un ligero movimiento cada vez que yo me movía, como si quisieran recordarme que ella estaba al tanto de mi presencia.

Hacía ya tres días que el médico me había dicho que perdiera las esperanzas, pues la muerte, si bien es inevitable, a algunos les llega mucho antes de lo que debería. En ese momento fui a mi casa, tomé una camisa limpia y algunos calzones y me mudé, temporalmente, a ese maldito cuarto. Ahí el tiempo parecía sólo transcurrir cada vez que parecía que Lucía iba a despertar, que se iba a poder despedir.

Sentí que sus manos me apretaban fuertemente, y que ella suspiraba. Sabía que ella luchaba por no irse, que intentaba quedarse, que sabía que las cosas no tenían por qué acabarse. No así y no tan rápido.

No sé qué sentí cuando pasó. No sé ni cómo fue, ni qué debería de haber esperado de ese momento. Es difícil describirlo, pero sólo sentí que algo, muy cerca de mí, estaba por acabarse. Lucía dejó de apretarme las manos y comenzó a hacer muecas con la cara. Ya no suspiraba, sino que guturaba suavemente. Casi al final, abrió los ojos y los dirigió hacia donde yo estaba. Sentí que su mirada me perforaba el alma; es lo peor que he sentido en la vida, y a la vez lo más profundo. Pude ver a la eternidad encenderse en su mirada, a la vida esfumarse y darle paso a aquello que desconocemos y nos aterra tanto. Esos ojos se quedarían abiertos hasta que todo rastro de vida se perdiera de ellos.

¿Cómo soltarle la mano a alguien que ya se ha ido? Sentí las lágrimas inundar mis ojos. ¿Alguna vez has sentido la desesperanza? Es cuando puedes estar seguro de que todo se ha ido a la mierda. Grité el nombre de Lucía una y otra vez, intentando que se moviera, que se despertara, que se levantara y me besara y me dijera que me amaba. Volver a tomarla de la mano y recorrer todos los caminos que prometimos caminar juntos. Apartar el pelo castaño de su rostro, darle un beso en la mejilla y recordarle que nacimos para estar juntos. Desearla cada segundo que estuviera con ella y hacer el amor con toda la virtuosidad que ella mereciera. Todo lo que quería era hacerla vivir, carajo. Que viviera y me dejara amarla. Que creciéramos juntos hasta que empezáramos a morir. Pero no tan pronto, no tan rápido. No así.

Finalmente su mirada se apagó y sentí que su vida se resbalaba de mis manos. La solté y su brazo inerte cayó hacia un lado de la cama. Los médicos entraron al cuarto e intentaron revivirla, pero ya era demasiado tarde. Yo no les hice mucho caso. Yo sólo quería seguir viendo a Lucía el mayor tiempo que pudiera. Quería aprenderme cada milímetro de su cara. Nunca quería olvidar su pelo castaño, ni las pecas que cubrían sus pómulos, ni el color de sus ojos. No quería permitir que su recuerdo se me perdiera como tantas otras cosas que estaba perdiendo en ese momento.

Daría todo por escucharla hablar una última vez, por sentir su respiración mientras duerme o sus piernas entrelazarse con las mías. Volver a verla a los ojos, a besarla, a tomarla de la cintura, a abrazarla, a tomarle la mano, a hacerla reír, a secar sus lágrimas. Daría todo por volver a compartir la vida con ella.

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*Este texto fue publicado. originalmente, en el El Obelisco, suplemento cultural de El Supuesto.

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