No podía sacarme esa canción de la cabeza. Me encantaba ver cómo la bailabas usando solo mis bóxers; Homero Simpson nunca se había visto sensual hasta que lo vi moverse en tus caderas.
Las dos botellas de licor de hierbas ya se habían acabado y sus efectos tomaron posesión de ti. Tan tímida, misteriosa y reservada, esa noche me dijiste “Siéntate” y te obedecí. No sé qué había en tu voz o en tu mirada que me provocaba convertirme en mago o genio y cumplir todos tus caprichos.
Me resulta imposible identificar qué fue lo que me tuvo hipnotizado. Supongo que fue el conjunto de mi canción favorita (que sin saberlo, elegiste para bailarme), el olor a tabaco y marihuana, el sabor del Jägermeister, contemplar tu cara y tu cuerpo y mi piel erizada por ese personaje amarillo ilustrando tu nalga derecha moviéndose a tu ritmo.
Te veías divina. Tu silueta a contraluz acentuaba lo que se convirtió en mi trazo favorito de tu figura. Comenzaba arriba de tus labios, bajando hacia tu boca, cuello y hombros (todavía sueño que beso esos hombros). Llegaba a tu pecho, tu ombligo y rodeaba tu cadera.
Estabas preciosa María, en nombre, en físico y en tus caricias y miradas. Eras bonita en tu generosidad, radiante en tu sencillez y casi perfecta en tu manera de ver el mundo. Lo único que te faltaba era darte cuenta de todo eso.
Intenté convencerte. Las 35 horas que pasé contigo están grabadas en mi memoria desde que te despediste. Me contaste toda la historia de Pepe. Vi tus moretones en la espalda y en las piernas y quise ir a matarlo. ¿Qué clase de ser humano podía tocar ese hermoso cuerpo con la intención de lastimarlo?
Te pedí que te quedaras. Reíste y me besaste profundamente, pegaste tu vientre al mío y te moviste para que intentara olvidar lo que acababa de pedirte. No funcionó. Mientras más se aceleraba mi corazón al compás de tu vaivén, más te quería mía. “Quédate, por favor”, pensaba.
Siendo honesto, cuando te vi en ese lugar, sentada en una esquina mirando incansablemente tu celular, supe que quería llevarte a la cama. Una vez que pasamos el día y medio más abrumante de mi vida, supe que quería llevarte a conocer el mundo. Quise arrancarte de los brazos de ese tal Pepe, el imbécil que durante 4 años te había tratado tan mal.
Ojalá hubiera podido convencerte, que te hubieras dado cuenta que no era tu culpa y que nadie debía tratarte así. Ojalá hubiéramos tenido más horas, más años, más vida. Además de Pepe fui el último que te vio con vida. También fui lo último que vieron sus ojos. Por él estoy aquí, en esta celda, escribiéndole a tu recuerdo.