No sé escribir

Aquí estoy, sentado frente a la computadora. Un archivo de Word, en blanco, está en la pantalla, tengo mis dedos sobre el teclado. A primera vista parecería que estoy listo para escribir, pero la hoja sigue en blanco. Esto no es un clásico caso de miedo a la página vacía, a la hoja en blanco, del que ya han hablado tantos escritores. Para nada es eso. No le tengo miedo al vacío, ni a la página en blanco. Sino que simplemente no sé que escribir. En momentos como estos me pregunto sobre Monterroso, que alguna vez dijo: “Cuando tengas algo que decir, dilo, cuando no, también. Escribe siempre.” ¿Qué tanta facilidad habrá tenido para escribir? ¿O es que mi problema no es la facilidad para escribir sino el tener algo que decir? Aunque para Monterroso esto no sería excusa alguna. 

¿Qué puedo decir? La hoja sigue en blanco y yo ya no sé con qué más entretenerme para decir que no he escrito nada porque he estado ocupado, sabiendo que es mentira, que no he escrito porque no sé qué escribir. O en una fórmula mucho más simple: no sé escribir.

Escribir una historia que diga algo. O simplemente escribir una historia. Miro alrededor de mi cuarto buscando una historia. Veo una guitarra y una cama a medio tender, tal vez una historia de amor sobre un músico que se enamora perdidamente, durante un concierto en un bar, de una extraña, a la cual no deja de ver durante toda la noche, la ve en la calle, en el taxi, en el departamento del edificio de enfrente. Pero que jamás se atreve a buscarla porque se ha enamorado del hecho de verla, anónimamente toda la noche. No se me ocurren palabras para escribir esa historia. Sigo viendo. Un celular y una computadora. Una historia “moderna” que se desarrolle bajo las nuevas plataformas de comunicación: las redes sociales. Pienso. Escribo unas palabras. Pero no sé escribir. ¿Cómo escribiría una historia sobre redes sociales? Con dibujitos de pantallas de teléfonos celulares y de computadoras, con burbujitas como las de las conversaciones en las redes sociales. No. No sé escribir eso.

Ese es el principal problema que tengo con la hoja en blanco: no sé escribir. No es un miedo al vacío, a la falta de creatividad o de ideas. Es que no sé escribir. No sé cómo escribir esas ideas.

La inspiración puede llegar de donde sea, ese no es el problema. Puedo escribir sobre la chica del Audi color vino que casi me choca en periférico y que nunca pareció darse cuenta siquiera de que estaba manejando. O puedo escribir sobre dos extraños que se enamoran en un viaje de metro, de Queens a Manhattan, y que al llegar a su destino, Union Square, cada uno sigue a su destino, a pesar de haberle declarado su amor eterno a la otra persona. Pero claro, no se van sin antes haber concluido que el amor es como un viaje en metro o en tren: siempre estamos buscando la ruta más rápida, la que tiene menos escalas, pensando que la siguiente parada será nuestro amor eterno, pero no es así, tenemos que seguir un camino para llegar a nuestro destino o incluso abandonar nuestra parada destino pensando que en la siguiente llegaremos más fácil. O escribir sobre una pequeña niña, Julieta, que llora todas las noches, viendo al mar desde un risco, porque no tiene los ojos azules, sino cafés, y ella quiere ojos azules como el mar, porque quiere que cada vez que un hombre la mire a los ojos tenga que cursar odiseas antes de llegar a contemplar sus monstruos. Puedo escribir todas esas historias. Mirando mi cuarto veo una libreta tirada en el piso. Una libreta donde están fragmentos de todas esas historias. Fragmentos porque me inspire en escribirlas. Pero nunca supe cómo escribir.

La página sigue en blanco. En este momento me doy cuenta de que hay otros archivos de Word abiertos. Creo que son archivos de los que ya me había olvidado. Archivos con historias que nunca supe cómo decir. Por ejemplo una historia donde un hombre se enfrenta al hecho de que él va a escribir su propio destino. No todo, sólo nodos. Pero lo interesante es que los va a escribir durante un juego, un juego de dados. No cualquier juego, sino un juego de azar donde cuyo contrincante es una mujer que él nunca logra ver porque está escondida detrás de un telón formado por humo de cigarro y por una densa bruma. Sigo releyendo el archivo y todo está perfecto, me sigue agradando la idea, he retomado el hilo de la narración. Llego a la última palabra. Poso mis manos sobre el teclado dispuesto a continuar. Y ahí está de nuevo el maldito problema: no sé escribir.

Vuelvo a leer el texto esperando encontrar las palabras exactas, para continuar la historia, en las palabras que ya he escrito. Hago esto como si en el pasado siempre estuviera la respuesta para el futuro, como si viendo el camino recorrido pudiera encontrar algún indicio mágico, escondido en él, que me enseñara a donde tengo que ir. Siempre que hago este ejercicio llego a la misma conclusión: de mis pasados no puedo saber nada sobre dónde pondré mis pies. Como de mis palabras no puedo saber nada sobre lo que escribiré. Pero a pesar de esto vuelvo a repetir el ejercicio, con la falsa idea de que en lo que fui puedo encontrar algún leve indicio de lo que seré. Siempre con la idea en la cabeza de que: cada hombre es todos los hombres, cada momento es todos los momentos y cada acto es todos los actos. Pero al llegar al renglón en blanco me doy cuenta que esto es mentira. Si fuera cierto sabría cómo escribir, pero no lo sé. Los minutos pasan, el renglón sigue en blanco, y yo empiezo a temblar y a sudar y estoy seguro que esto está por convertirse en un mean red y entonces decido que es mejor volver al olvidar el documento, dejar de sentirme así y guardarlo bajo la promesa de algún día terminarlo. Regreso a la página en blanco. Pasan los minutos y sigue en blanco.

Vuelvo a mirar desesperadamente mi cuarto, como si estuviera buscando una respuesta y ésta fuera una monedita escondida debajo de un mueble y que brilla tímidamente esperando a que yo la encuentre. Pero no existe tal monedita y ni mi cuarto tiene la respuesta. Tiro la silla y me siento en el lugar que ella ocupaba. Tal vez el problema es mi cuarto. La rutina. Ver siempre lo mismo y hacer todos los días exactamente lo mismo, como si yo fuera un relojito. A veces creo que la solución es dejar todo e irme algún lado, para cambiar la vida, para cambiar el paisaje, para cambiar la rutina y sobre todo para cambiar el modelo del relojito. Creo que todo sería más fácil si pudiera tomar un tren e irme a París. Pero tengo que admitir que no vivo en Bouville y que mi nombre no es Antoine Roquentin y esto tiene dos consecuencias muy importantes: a) Donde vivo no hay tren directo a París, tampoco hay un tren con escalas a París, incluso creo que ni hay servicio de tren comercial. Así que es absurdo querer tomar un tren directo a París. b) En París yo no tengo ninguna Anny, ni nada que pueda cambiar mi rutina. La b) no importa, creo que estado allá lo puedo solucionar si no es con una Anny con cualquier otra cosa. Pero para la a) no tengo nada, esa es mi perdición, ahí se destruye todo y tengo que empezar a pensar en algo más para dejar esta rutina. Pero no encuentro nada. Tal vez salir a la calle, pero esa calle ya la he recorrido miles de veces. Algunos me dicen que donde vivo también hay lugares, incluso lugares que no le piden nada a París, no lo sé de cierto, nunca he estado en esos lugares para saber si en realidad no le piden nada a París. Pero el punto es que sentado en el piso de mi habitación creo que yendo a París podré saber como escribir. De los otros lugares que no le piden nada a París y que están por donde vivo hablaré algún otro día, después de haberlos conocido, y si es cierto lo que me dicen, de haberme enamorado de ellos. Por eso, en este momento, me son inútiles.

Tal vez es por eso que no sé escribir. Me miento diciéndome que yendo a París podré saber como hacerlo. Pero soy consciente de que no hay manera en la que yo deje todo y me vaya a París. Creo imposibles como condiciones para resolver mis problemas.

Subo la mirada y me topo con la computadora y la página en blanco. Volteo a mi derecha y me topo con Breakfast at Tiffany’s de Truman Capote. Volteo a mi izquierda y me topo con una antología de cuentos de Anton Chéjov titulada Cuentos imprescindibles. Ya no quiero voltear porque sé que en cualquier otro rincón de mi cuarto me voy a topar con más libros. Con páginas blancas llenas de manchas negras. Con páginas que son todo menos páginas vacías. Y cuando me ponga de pie estaré frente a mi página vacía, frente a mi página blanca sin manchas negras.

Cómo llenar de manchas mi página de la misma forma que lo han hechos todas esas personas que están tiradas en el piso de mi cuarto. Todos tenemos ideas, historias que contar. De hechos éstas florecen, como campos de amapolas, en mi cabeza. El problema es que todos ellos sabían cómo cortar las flores, yo no. Mis campos crecen y crecen y las amapolas se mueren. Las de ellos son cortadas y puestas en floreros y jarrones. Son seleccionadas y se convierten en hermosos cuadros. Las mías no, son campos a la intemperie donde une pequeña mujer, muy raramente y siempre a destiempo, sin ninguna rutina fija, de vez en cuando viene a seleccionar unas cuantas flores y las corta y las pone dentro de su canasta de membrillo para después hacer cuadros con ellas. Pero hace mucho que no ha venido y yo no sé escribir.

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