Recuerdo que un día me dijiste que odiabas los cuentos de hadas, que se te hacía insoportable sus finales felices, casi tan insoportable como el ron con Pepsi. Me confesaste lo monstruoso que era el «Y vivieron felices para siempre», es mucho tiempo, me dijiste. Imagina la desesperación de no poder decir adiós. Saber que algo nunca se va a acabar. La eternidad debe ser el epítome de la desolación, la inmutabilidad de las cosas.
Es que también hay algo bello en el poder decir adiós, en su propia sangre la palabra trae implícita una promesa, un anhelo: la propia negación de la despedida. Porque las cosas, realmente, nunca tienen un final, me dijiste mientras agarrabas mis manos. ¿Al terminar un libro crees que ahí terminó la historia? ¿Crees que toda buena historia está limitada al papel y a la tinta? ¿Que la vida está limitada por el tiempo? Por eso me gustan las despedidas, siempre está la promesa de volver, de volver a la ciudad natal, a la ciudad que odiamos y que al marcharnos le aventamos la colilla, todavía prendida, jurando que nunca más regresaríamos.
Como todas las mañanas saliste por el pan fresco para desayunar. Hacías todo con cuidado porque sabías lo difícil que era para mí conciliar el sueño y que cada minuto era sagrado, era lo más parecido a un ritual religioso que tenía en mi vida. Desde la muerte de mi padre sabías lo difícil que eran para mí las despedidas, que prefería marcharme sin decir adiós. Alguna vez me confesaste que era lo que más miedo te daba de mí, que era lo único por lo que me odiabas: porque no sabía decir adiós y que si no me despedía no te prometía, aunque fuera contra mi voluntad, que nos volveríamos a ver.
La mañana era gris y fría. Esas mañanas que yo tanto amaba y que tú tanto odiabas. Lo hacíamos por las mismas razones: era triste y melancólica. Yo decía que las ciudades así me gustaban porque nos recordaba lo frío y racional en que se había convertido el hombre en su jungla de cemento y acero. Tú decías que el hecho que yo fuera un pesimista amargado no significaba que los demás debían de serlo; que tú los odiabas porque arruinaban un día perfecto que se podía pasar caminando o en el parque. Los días así nos la pasábamos discutiendo, aunque siempre salíamos a caminar y yo disfrutaba de la melancolía de la ciudad gris y tú terminabas en el caminando en el parque. Triunfando así sobre mí pesimismo y el de la ciudad. Me gustaban los días grises a tu lado.
Un día llegaste con tus tenis blancos llenos de manchas de pintura, parecían una burda imitación de un Pollock. Eso fue lo que te dije. No seas menso, no son para colgarlos en la pared de la sala sino para pintar las calles, me dijiste, mientras ibas al clóset por tú abrigo y una chamarra para mí. Me la diste y saliste a la calle. Un minuto después asomaste tu cabeza por la puerta y me dijiste que si iba a ir o si me iba a quedar ahí todo mensote. Te acompañé y saliste corriendo por las calles, pisando fuerte, con la misma felicidad con la que una niña que llega al parque y se da cuenta que los columpios están libres. Corrías por la ciudad riendo y yo no podía hacer más que sonreír con cada brinco y pirueta que dabas. Ese día la ciudad se pinto de las sonrisas y carcajadas de todos los que te vimos y quisimos volver a ser niños contigo, con el mundo como nuestro parque.
Un día sin motivo alguno me desperté y tú ya no estabas. No supe cómo ni porqué supe en ese momento que todo había terminado. Sabía que no ibas a regresar que el café se iba a enfriar antes que regresaras a la casa con el pan recién hecho. Supe todo llegaba a su final, aunque tú no creyeras en ellos, yo sí lo hacía. Me vestí, dejé mis cosas, sólo me lleve nuestro retrato de la sala y me fui. Me fui sin decir adiós.
A. J. T. Fraginals