Cuando te conocí no me importó que tu ojo derecho se desviara ligeramente cuando intentabas enfocar la vista. Tampoco me interesó que cuando te rieras a carcajadas provocaras que todos a nuestro alrededor nos vieran de manera extraña. ¿Crees que tuvo importancia para mí el hecho de que no soportaras la música que yo escuchaba, esa que te parecía aburrida, monótona y pretenciosa?
Poco a poco dejaste que te conociera, dándome fugaces pero intensos momentos íntimos donde se te olvidaba que yo era una extraña y te expresabas como si estuvieras hablando contigo mismo. Sentía cómo mis ojos brillaban y mi cuerpo se acercaba al tuyo cuando te escuchaba discutir con alguien acerca de cualquier cosa. Tu capacidad de argumentar y callarle la boca a los demás, aunque en muchas ocasiones no tuvieras la razón, provocaba en mí imágenes mentales que más tarde hacía realidad en tu cama.
Contigo las horas pasaron como minutos, alternando entre pláticas sin fin, caricias, comida rápida y películas. Viví en tu cama por sesenta y siete días y pude haberlo hecho por sesenta y siete más. Ni siquiera me gustabas. Tenías la nariz torcida y yo era más alta que tú, pero me hacías el amor como si la vida se te fuera en ello. Te anticipabas a cada caricia y adivinabas con precisión qué era lo que mi cuerpo pedía de ti, y tu generosamente se lo dabas.
Mi vida dio un giro completo cuando llegaste a ella, rompí mis propias reglas y me entregué en cuerpo y mente a la idea que tenía de ti, por eso me está costando tanto trabajo despedirme. Por eso y porque no tengo ni puta idea de qué voy a hacer con tu cadáver.