Ésta vista a las montañas siempre me ha calmado. Cuando busco una solución a un problema y no encuentro alguna, basta con salir a éste balcón para poder encontrarla. La vista está conformada por dos enormes picos totalmente nevados y un enorme manto azul que a veces los cubre, dando como resultado un cuadro sublime. Ése día hacía frío, y en la atmósfera se escuchaba el canto de la melancolía que siempre acompaña a las tardes heladas. La nieve era más blanca que otros días, o tal vez sólo me lo imaginaba. Cuando salgo a buscar respuestas, suelo fijar mi vista en dicha cubierta blanca e intento encontrar lo que busco en el reflejo que el sol provoca en ese cuerpo blanco. Sin embargo, ese día no buscaba una respuesta.
Algunos dirán que estaba huyendo, yo creo que más bien estaba haciendo tiempo. Recargué mis brazos en el barandal que rodeaba el balcón y eché mi peso hacia delante. Ahí fuera todo era blanco y nieve y paz, y dentro de la casa todavía podía escuchar los susurros que quedaban de lo que acababa de pasar, de lo que dirían que estaba huyendo. Encendí un cigarro, uno de los pocos Camel que me quedaban, y dejé que mi vista se dejara inundar por ese manto blanco que cubría la montaña más cercana.
Con la mirada perdida, comencé a pensar en Helena. Cualquiera podría amarla por la forma en que su boca tomaba esa forma parecida a la curva que recibe el nombre de sonrisa, o por la manera en que podías sentir tu mirada resbalar por cada centímetro que contemplabas de ella. El punto es que yo la amaba desde que la conocí en aquel café en una de las muchas plazas de la ciudad que duerme bajo éstas montañas. No es una historia que sobresalga de cualquier otra, simplemente nos enamoramos como dos personas esperan enamorarse, buscándonos cada vez que queríamos encontrarnos y paseando por la ciudad de noche. Todo lo hacíamos con el propósito de encontrar un lugar en el que pudiéramos mirarnos a los ojos y decir que nos amábamos.
Me gustaba escribirle y pensar que ella se enamoraba de lo que leía. Recuerdo la noche que leyó el primer verso y el beso que me dio con un par de lágrimas en los ojos. Y tal vez eso era todo lo que esperaba de ella: una mujer que me hiciera pensar que lo que hacía tenía algún sentido, aunque fuera sólo hacer que ella sonriera o llorara con las palabras plasmadas en un simple par de hojas.
Pasaron los meses. Nunca sabré la cantidad exacta de tazas de té que nos tomamos antes de que termináramos viviendo juntos. Despertar todos los días y verla ahí era la manera perfecta de empezar el día, además de que ella siempre se paraba y preparaba el desayuno mientras yo me animaba a salir de la cama. Vivíamos una vida que muchos llamarían perfecta; nos amábamos más cada día y parecía que, a pesar de un par de discusiones de vez en cuando, nunca dejaríamos de estar juntos.
Y ahora era de ella de la que “huía”. Habíamos discutido por algo completamente banal, lo que hizo que yo lo tomara a la ligera y que ella se enojara aún más. Amenazó con irse para siempre, y esa idea me aterrorizaba. Estuve años huyendo, renunciando a enamorarme por miedo a amar demasiado y volver a perderlo todo. Con Helena encontraba cierta estabilidad que me mantenía emocionalmente equilibrado. Fumar con ella un cigarro después del desayuno me ayudaba a evitar pensar en lo poco importante que es todo lo que sucede a diario, besar su mano hacía que mi mente se distrajera de pensar del hecho de que tal vez la vida no tiene ningún sentido u objetivo, y el sexo me distanciaba de la estúpida náusea que sentía al pensar en lo absurdo que resulta la existencia en general. Su amor era la única manera de vivir siendo yo mismo. Por eso tras la discusión corrí apresuradamente al balcón para evitar que ella dijera “adiós para siempre”. No podría soportarlo.
Empezaba a nevar y ya no quedaba ningún cigarro para fumar. Tendría que regresar del balcón tarde o temprano y afrontar la posible despedida. Ahora no sería yo el que renunciara a alguien, sería yo el objeto renunciado. Tenía que pensar en algo que evitara que ella se fuera de mi lado.
Suspiré, me limpié la nieve de la sudadera, y entré a la casa.
Helena no se dio cuenta de que ya había regresado. Estaba sentada en el sillón frente a la televisión. Pensé en mi disculpa y la repasé mil veces dentro de mi cabeza. Di un primer paso y todo el suelo crujió bajo mi pie, pero Helena ni se movió. Di un par de pasos más y sentía mi corazón latir rápidamente. Al principio sólo podía ver su cabeza, y cuando estuve bastante cerca pude ver por qué no se movía.
Del lugar donde se encontraba su yugular, escurría un horrible río de sangre que había manchado toda su ropa. En su mano derecha tenía la navaja que yo usaba para rasurarme, completamente ensangrentada. Me atreví a mirar su cara. Tenía la mirada perdida, como pensando en algo. Tal vez yo fui lo último en lo que había pensado, quién sabe. Sus labios seguían intactos, y no aguanté las ganas de besarlos.
Estaba muerta, y tal vez era la solución perfecta: así nunca se iría.
No podía aguantar que estuviera totalmente ensangrentada, así que la tomé en mis brazos y la llevé al baño para limpiarla. Le quité la ropa con la delicadeza con la que lo había hecho desde que la conocí, dejando desnudo ese cuerpo que todavía era mío.
Encendí la llave del agua de la tina y esperé a que se calentara. Mientras esperaba la peiné para evitar que se mojara el pelo, y aproveché para besarla un par de veces más y tomarla de la mano. Cuando el agua estuvo lista la metí, teniendo cuidado con la cabeza, y me metí yo también.
Le limpié la sangre que tenía en el cuerpo, y aproveché para bañarme yo también. Después de hacerlo, decidí quedarme en el agua un rato. Recosté la cabeza y me perdí mirando el techo blanco.
Creo que me quedé dormido, pero cuando me levanté Helena ya no estaba en la tina conmigo. Me levanté, tomé una toalla y me sequé. Aproveché para rasurarme antes de vestirme. Me puse la crema de afeitar y tomé la navaja que estaba donde sólo yo sabía que estaba. Al terminar el ritual, me vestí y salí del baño.
En el cuarto estaba Helena sentada el borde de la cama, con las palmas de las manos cubriéndole la cara. La escuchaba sollozar desde donde me encontraba, y no se movió más que para decirme una sola cosa.
– Te amo, nunca me iré de tu lado.