Un Día En El Parque [Segundo Desdoble]

Me gusta el parque. Uno puede venir aquí con los amigos o con la mujer y siempre obtendrá un buen resultado. Con los amigos puede jugar fútbol todo el día, o al menos hasta que las ganas de ir por una cerveza le ganen a las ganas de ver cómo César sufre en la portería. Siempre me ha gustado el fútbol, sobre todo porque la gente se enoja y hace berrinche y te manda a cagar cuando va perdiendo, pero no estoy escribiendo esto para hablar de las peculiaridades de jugar fútbol. Cuando se viene al parque con la mujer, o con cualquier otra, es una experiencia totalmente distinta. Se camina tomados de la mano, se alimenta a los patos, uno intenta quedar bien con la mujer jugando con los niños y, a veces, intentamos enamorarnos.

Ese día no había ido al parque a patear un balón o a enamorarme de alguien, aunque sí había ido con los amigos. Traía, tal vez, una de las peores crudas de mi vida y no sé por qué decidimos ir ahí, pero vamos, había un poco de sol y ya ven que eso les gusta a las niñas. No entiendo a las mujeres y su lógica de arrastrar a cuatro cabrones con ellas sólo para que vean cómo se asolean y se quedan con las gafas de sol puestas mientras se quedan perdidamente dormidas. En fin, hay que acostumbrarse a esto de tener amigas, al cabo tiene sus ventajas.

Teníamos a tres de nuestras amigas tiradas como lagartijas al sol. Ellas también se habían puesto una buena borrachera la noche anterior, por lo que la cruda hizo que se quedaran dormidas sobre el pasto. El clima era asqueroso, un calor húmedo de esos a los que estoy tan poco acostumbrado. La cruda era horrible y ya no aguantaba. Viendo que César se quedaba acostado con las niñas, le pedí a Iker que me acompañara a comprar un agua, y fuimos.

Pasamos al lado de una alberca donde unos cuantos niños aprovechaban el clima para jugar en el agua un rato. Unos chapoteaban y otros se meaban, cosa normal a esa edad. Seguimos de largo, sintiendo la pesada mirada de esas señoras de treinta y tantos años cuya fantasía es hacer el amor con hombres tan jóvenes como nosotros, pero mantuvimos el aplomo y el asunto no pasó a mayores. Doblamos la esquina y vimos lo que yo creía que era una tienda tipo 7/11 a unos cuantos metros. Continuamos el camino bajo ese horrible clima que sólo acrecentaba los nefastos efectos de la cruda, y después de tanta joda, llegamos a nuestro destino momentáneo.

Era una tienda de helados, pero no me desanimé, estaba casi seguro de que venderían agua. Me sentía demasiado mal y había demasiada gente formada. Aun así, ya habíamos llegado hasta aquí. Habíamos sobrevivido todo el trayecto y no podíamos regresar con las manos vacías. Hicimos fila mientras hablábamos de esas cosas que siempre hablamos, ya saben, hamburguesas y mis eternos problemas existenciales. La fila seguía avanzando y los niños pasaban corriendo a los lados lamiendo sus helados, pero ya no faltaba casi nada, unas 236 personas y llegábamos al final de la fila.

Pasaron unos minutos antes de que avanzáramos hasta el final, pero mi sufrimiento fue eterno. Sentía cómo el ron de anoche quería emprender la aventura de escalar desde mi estómago hasta la boca y asomarse a conocer el mundo. Afortunadamente no pasó nada, y llegamos hasta el mostrador.

Y la vi. Hermosa, perfecta, mirándome a los ojos. Una chica que parecía salir de una de de novelas donde las mujeres son demasiado hermosas como para existir. Me miraba con una sonrisa nerviosa, y creo que nos quedamos viendo un par de minutos hasta que Iker me dijo “apúrale, güey”, y de mi boca salieron palabras en mi mejor francés.

– Quiero un agua, s’il vous plaît.

– Lo siento, monsieur, pero creo que no tenemos agua…

– Really?!

Y nos quedamos viendo como 3 eternidades seguidas. Me sonreía y sus ojos me invitaban a conocerla, y de seguro yo me veía tan tarado como nunca me había visto en mi vida. Noté que tenía un pequeñísimo lunar debajo del ojo, un detalle pequeño que me hacía amarla más de lo que ya la había empezado a amar. Tenía el pelo castaño claro atado en una cola de caballo, la piel blanca y pecas en algunos rincones de su cuerpo. Traía un típico uniforme de trabajadora y una estampa pegada en su pecho izquierdo, donde se leía su nombre.

– Claro que tenemos agua, joven.- Dijo una señora que pareció salir de la nada. Creo que era la dueña del lugar pero nunca estuve muy seguro. Al menos era la jefa.

– Deme la más grande que tenga.- Respondí, como un intento de regresar a la realidad.

Saqué el billete y pagué. Y me volví a quedar viendo a la chica, y ella a mí, pero fuimos interrumpidos. La jefa le ordenó ir por el agua que yo había pagado, respondiéndome tímidamente “lo siento, estoy en entrenamiento” y luego señaló la estampa pegada en su pecho izquierdo.

Vi que se dirigía a un refrigerador en un rincón de la tienda, así que decidí apresurarme y llegamos básicamente al mismo tiempo. Al intentar abrir la puerta para ver qué había adentro, nuestras manos se entrelazaron y así se quedaron para siempre. Y nos quedamos viendo, de nuevo. Y jugué con su mano, la acaricié con mis dedos. La tomé entre mis brazos, justo como se suponía que debía hacerlo. Ella temblaba, nunca le había pasado algo tan interesante en su vida, y tal vez a mi tampoco. Sentí cómo su cuerpo se acercaba al mío, sus pequeños pechos brindándome esa sensación de cercanía que todo hombre debe de sentir con una mujer cuando la ama. La amaba tanto, como nunca había amado a nadie en una tienda de helados. Inevitablemente nos besamos, y el mundo vibró bajo nosotros quebrando los retazos de realidad que giraban alrededor de nosotros, rompiendo los cimientos de cualquier convención que prohibiera lo que estábamos haciendo. Nos besábamos tanto y tan bien que todo se volvió como siempre debió haber sido. Y comencé a jugar con su cuerpo y a quitarle la ropa que tanto mal le hacía, e hicimos que la realidad se destruyera aún más y todo terminó en un beso y ella susurrándome al oído. Creo que viví toda mi vida en esos segundos, y la amé, y nunca dejaré de hacerlo.

Y entonces me acordé de Iker, y de la gente que estaba en la tienda de helados, y de nuestras amigas tiradas en el pasto sin tomar en cuenta que los Ray-Ban iban a dejarles una horrible marca en el rostro. Y giré la cabeza, y no había nadie. No había amigos, no había helados, sólo la chica de los pechos pequeños y yo. La volví a besar y la volví a amar, y la amé mil veces más, y ya nada importaba. Sólo quería la botella de agua que vine a comprar, coño.

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