¿Has visto la primera gota de rocío de la mañana? – Era la pregunta que asomaba por mi cabeza, pero que, en ese momento, mis labios se negaban a pronunciar. Ella siempre dormía dándome la espalda, dejando que sus hombros desnudos escapasen del manto protector de las sábanas de su cama; esos hombros desnudos que exponían parcialmente la constelación de pequeñas pecas que nacía desde su espalda. Era por esta forma en que dormía por lo que casi siempre me resultaba imposible saber con total certeza si se encontraba sumida en un sueño o si, por el contrario, ya estaba despierta, sintiendo mi mano derecha acariciar su piel desnuda por debajo de las sábanas. Y aun despierta, ¿estaría pretendiendo dormir, porque no existía razón suficiente para despertar? ¿Qué tal si despertaba y mis dedos dejaban de dibujar aquellas tímidas líneas sobre su pierna?
El amanecer comenzaba a filtrarse entre las persianas de la ventana que tenía junto a su cama, dejando que los tenues rayos de sol escurrieran por su espalda como la espuma de una ola cubriendo una arena blanquísima. Podía escuchar los ruidos rutinarios de esta ciudad que despertaba poco a poco; una ciudad tan ajena para nosotros y tan lejos de donde cada uno de nosotros veníamos. Esos ruidos se mezclaban con su respiración y las palabras en otro idioma que, de vez en cuando, escapaban de sus labios mientras dormía. Comenzaba a contar las pecas de su hombro derecho, apenas pudiendo distinguirlas entre la débil luz de la mañana, y escuchando a los primeros pájaros cantar fuera, como invitándonos a dejar esta cama y reintegrarnos a la movilidad del día.
Pero se estaba tan bien así. No existía motivo válido alguno para dejar la comodidad de tener su cuerpo junto al mío; de sentir su respiración sincronizarse con la mía; de sorprenderme cada vez que ella, dormida y tal vez por un simple reflejo, o quizá por mera añoranza, cruzaba sus piernas entre las mías. Se estaba tan bien así. Su espalda rozando mi pecho y erizando cada rincón de mi piel; su melena dorada desparramada sobre la almohada como los rayos del primer sol de la mañana, esos que alcanzan a reflejarse en las pequeñísimas gotas de rocío que nunca sabemos si fueron las primeras de la mañana o si ya llevan tiempo esperando a que nos fijemos en ellas. Tanta paz encerrada en un solo momento; un aleph en el microcosmos de estos dos cuerpos sintiéndose el uno al otro.
Recuerdo cada una de aquellas visitas al cine y todas esas palomitas que terminaban tiradas alrededor de nuestros asientos. Cómo evitar sonreír al volver a todos aquellos momentos en los que se asustaba o reía en la sala de cine, provocando gestos de desaprobación de los otros espectadores que compartían la sala de cine con nosotros, y que quizá intentaban, sin mucho éxito, entender aquella conducta tan inocente y tan necia y tan auténtica y que tanto les molestaba. Cómo me gustaba su capacidad de impresionarse; de llorar en las películas; de sentir cada beso en la pantalla como si estuviera pasando justo frente a nosotros. Cuando pasaba el brazo sobre ella y sentía su respiración agitarse en las escenas de acción; cuando lograba robarle un beso cuando comenzaban a correr los créditos. Todas aquellas veces en las que embarraba tiernos besos en mi mejilla cuando se daba cuenta de que se me había formado un nudo en la garganta; sus dedos entrecruzándose con los míos mientras sus grandes ojos azules opacaban todo lo que pasaba alrededor de nosotros. Y sus pupilas; nunca dejó de sorprenderme cómo crecían sus pupilas cada vez que la sorprendía mirándome.
O todas aquellas noches caminando por esta ciudad y sus encharcadas banquetas. Siempre siguiéndola; siempre a la espera de la siguiente vuelta que daría, de la siguiente sorpresa que esta forma tan dialéctica de descubrirnos nos tendría guardada. Aunque estuviera tomándome del brazo, me sorprendía su instinto de improvisación y esa capacidad de encontrar belleza en cada cosa que se atravesaba frente a nosotros. Ya fuera que tuviéramos que pasar sobre charcos de agua o nieve, o que ella tuviera que correr en tacones por las aceras porque, invariablemente, íbamos tarde para la obra de teatro para la que habíamos comprado boletos hace semanas. Ella siempre tomaba todo con una sonrisa y con esos grandes ojos azules que me perforaban cada vez que se clavaban en mi mirada y me pedían perdón porque la obra de teatro ya había comenzado, pero ella quería comprar una copa de vino antes de entrar a la sala a buscar nuestros asientos.
Mientras beso su mejilla, pienso en lo complicado de que no haya nada al otro lado de la puerta de la eternidad; que todo esto que apenas alcanzamos no nos está llevando a ningún lado. Qué difícil que todo esto que siempre hemos querido nos esté rozando los dedos, y, aún así, quizá no tenga ningún sentido. Siento la electricidad provocada por mis labios que tocan su piel, y me parece imposible que no exista algo más allá de nosotros que le esté dando un propósito a todo esto. Debería ser imposible encontrar algo tan real y tan sincero, y que al final solo se trate de un momento dentro de nuestro paso por el mundo. Y también qué egoísta pensar que seamos los únicos con la suerte de darle sentido al habernos encontrado.
Decido que ya es tiempo de despertar; entiendo que quizá solo durmió unas horas y que se está tan bien así pero que también necesito preguntarle tantas cosas y volver a sentirla junto a mí y volver a sumergirme en sus ojos y que sus labios no puedan despegarse de los míos.
Me levanto lentamente de la almohada, intentando no despertarla hasta pasar mi cabeza sobre su cuerpo para que finalmente nuestros labios se encuentren en un tímido beso. Tengo registrados en mi memoria todos y cada uno de los besos que nos hemos dado, distribuidos en distintas categorías como “besos de buenos días”, “besos bajo la lluvia” y “besos a escondidas”. La mayoría de la gente es perezosa y da por sentado que el primer beso siempre es el mejor, pero con ella descubrí que esto no es necesariamente así. Recuerdo nuestro primer beso, aquel en un bar que está a tan solo treinta metros de su departamento. Hablábamos sobre cómo arruinó la última Navidad con su familia; sobre sus ideas conspiratorias acerca de la dominación global por parte de China; sobre mi incredulidad de que nunca en su vida hubiera leído a cierto filósofo alemán o visto tantas películas. Al final le dije que ella me gustaba y vi sus pupilas dilatarse tanto que pensé que sus ojos iban a reventar, y en una mezcla de inglés con su lengua materna respondió algo que no alcancé a escuchar, aventándose sobre mis labios y robándome uno de los mejores primeros besos que he tenido.
Pero recorriendo los cajones de mi memoria, pienso que el mejor beso que le robé fue alguno de aquellos que nos dimos de noche frente al mar. Recuerdo su timidez por separarnos de nuestro grupo en un país tan lejos de los nuestros; cómo su mano apretaba fuertemente la mía mientras bajábamos los escalones que nos llevaban a esa playa. Dejamos nuestras cosas sobre la arena y, bajo un techo cubierto de estrellas, redescubrí en ella la espontaneidad; una forma de postrarse ante el mundo que no requería de pretensiones ni maniqueísmos. Pude sentir que mis dedos empezaban a rozar todo lo que siempre ha estado ahí pero nunca he podido alcanzar.
Pensando en todo esto, le doy un beso que pretenda comunicarle lo que siento a través de la piel. Siento su respiración cambiar poco a poco; su piel lentamente despertando y su cuerpo estirándose por debajo de las sábanas. Abre los ojos y miro sus pupilas dilatadísimas de nuevo, y siento un pulso eléctrico recorrer todo mi cuerpo, empezando por los ojos y terminando en las puntas de mis pies.
Y estando así, en la cima del mundo, sintiendo que estoy listo para cruzar al otro lado de la puerta de la eternidad con ella, es que escucho las últimas palabras que me diría esa mañana: creo que debemos terminar.