En el Infierno no Hay Relojes

–Todo comenzó con la urgencia de disipar las dudas que me rondaban aquella madrugada: ¿Habrá alguna mente humana capaz de imaginar el origen de todos los tiempos? ¿Qué había antes de que el tiempo existiera? ¿Nada? Y si había nada, ¿cómo pudo después haber algo? Y si no había tiempo, ¿en qué momento surgió?, ¿a qué hora, qué día, en qué mes de qué año? Porque de un segundo a otro no pudo haber comenzado; es imposible, absurdo, ridículo. «De un segundo a otro», piénsenlo; otra vez… Un segundo no puede existir si no existe el tiempo, y el otro jamás puede llegar si el primero no le cede su lugar. Entonces, ¿cuándo empezó? ¡Pero no! «¿cuándo?» no era la pregunta que me llevaría a la respuesta que yo buscaba. Porque en ese momento mi reloj marcaba las 3:07 de la madrugada, y a mis 39 años con 4 meses de edad, había pasado –unas más, unas menos– 14,360 veces por la misma hora, y todo ese tiempo es tan breve como un minuto.

Los días habrían seguido su desfile y las estaciones pasarían incansablemente su marcha año tras año, y lo seguirían haciendo mucho después de que yo fuera polvo, una eternidad más allá de convertirme en nada, y ser mucho menos que eso. Entonces mis poco más de 39 años de existencia serían un parpadeo, y tan insignificantes como un millón de años, y tan poca cosa como 10 millones de éstos, equivalentes a un segundo.

Trasladé, pues, mi imaginación, al principio de todos los tiempos, para concluir de manera tan aberrantemente errónea, como sorprendentemente acertada, que el tiempo no tuvo su origen en el principio, sino en el momento en el que fue inventado; porque no existía tal cosa como «tiempo» antes de que se nombrara al concepto. No fue un hallazgo, sino la soga que el hombre se ató al cuello desde que decidió contabilizar su existencia. Fue el monstruo inmensamente grande que antes de existir ya existía, porque así lo decidió la humanidad. Descubrí entonces que el tiempo es intemporal, sólo necesitaba un empujón para mostrarse cuán grande, independiente y omnipresente era.

¿Por qué el hombre buscaría crear algo tan inmenso para ser dominado y regido por ello? Vivir bajo el yugo del tiempo, es privarse de la libertad que nos había sido concedida por medio de nuestra inteligencia y creatividad. Pero al parecer, a los seres humanos les aterra ser libres. Son tan incapaces de crear sus propias normas, que necesitan la presencia de cualquier cosa o ente más grande que ellos para que les diga cómo deben vivir, y diseñan esto sin darse cuenta de la magnitud de lo que han creado, para después ser dominados y absorbidos por tal cosa. Así es como surge Dios, que creó el universo para que después, dentro de ese universo, alguien lo creara a él. Y el tiempo estuvo presente mientras todo esto pasaba.

Si me lo preguntan, para mí Dios y el tiempo son iguales. Ambos fueron omnipresentes, gigantescos, diseñaron la cultura humana y fueron inventados por ésta. Dejé de creer en los Dioses en los que creían los hombres poco antes de la madrugada que les platico, y dejé de creer en el tiempo mucho después, cuando llegué a estas conclusiones. Pero sí creo en los orígenes, niños; y para llegar al origen de ambos, tanto el concepto de uno, como del otro, me resultaban estorbosos –mis hijos escuchaban mi monólogo con la misma atención imperturbable con la que siempre lo habían hecho–. Entonces entendí que su origen no se remontaba a una fecha, sino a algo mucho más grande que ellos mismos. Si todo tiene un origen, Dios y el tiempo lo tienen también, y para esto tiene que haber una magnitud mayor, que no puede ser tan insignificante como la humanidad, o como ustedes o como yo, sólo que aún no me lo explico. Pero a su vez, ese «algo» tuvo que surgir de otra cosa inmensamente más grande, y ésta de otra. Así pues, Dios y el tiempo son tan diminutos como los 39 años con 4 meses que yo tenía, como un segundo y como mil millones de lustros. Igual que una hormiga y el sol, son la misma cantidad de «nada» dentro del universo. Está de más decirles, qué fue lo que me llevó a reflexionar en torno a todo esto, pues ya lo saben; lo que no saben es la forma en que cambió mi vida. A partir de ese momento mis días y mis noches no fueron nunca más regidos por las horas, ni los calendarios, ni los relojes; sino por la luz que traía consigo uno y la oscuridad con la que llegaba la otra. De todas formas, yo para ese entonces ya no tenía nada. Los «tic-tac»s del segundero nunca más volvieron a decirme «llegarás tarde al trabajo», ni la imagen de las 3:00 p.m. susurraba «es hora de comer». Los domingos ya no tenían nombre ni me levantaban a las ocho de la mañana para ir a la iglesia. Para mí Dios ya no existía ni tenía por qué agradecerle; pero al tiempo no pude desaparecerlo así de fácil, e ignorarlo no sería suficiente. Mi vida habría terminado en cualquier fecha mientras yo siguiera en el mundo de los hombres que tachan los calendarios conforme pasan los días y se hacen viejos segundo a segundo. Y cada segundo que yo pretendía ignorar, me seguía torturando.

Había suplicado mi muerte varias veces porque creía en el cielo y pensaba que ahí tendría todo lo que me hacía falta. Cuando vi que no moría, pensé que era debido a la crueldad de Dios, y por ello, supuse que él no era como me lo habían pintado. Entonces dejé de creer en el cielo, porque Dios no era misericordioso y jamás premiaba con tal cosa; ya sólo el infierno existía y era el mundo donde yo estaba viviendo. Siguieron pasando los segundos eternos y entendí que no era Dios quien me torturaba; era el tiempo.

Siempre fue el tiempo la medida cruel que avanzaba corriendo cuando las parejas se tomaban de la mano y hacía efímeros los instantes más felices. En cambio, retrasaba su curso para detenerse a contemplar mi agonía de aquellos días interminables y aquellas noches estáticas. Pero poco después, llegó la madrugada en la que decidí cuestionarlo a las 3:07 a.m., la madrugada en la que ni Dios ni el cielo existían ya para mí. Ahí fue, como ya les dije, donde todo comenzó.

El origen del tiempo, ¿eh? Suena arrogante e incluso irreverente pensar en ello, pero no tenía más opción. Era la única pregunta que me traería aquí. Por supuesto que él no se quedó de brazos cruzados; ya no le interesaba ver mi sufrimiento sino avanzar apresurado para llevarme pronto hasta mi muerte. No quería ser descubierto, ni destruido.

Pasaron los años como pasaban los minutos, y yo, tanto a unos como a otros, los ignoraba por igual.

Desperté un día sin saber la fecha, ni mi edad, que ya no tenía. Mi pelo era más gris de lo que yo lo recordaba y mis piernas más frágiles, pero eso no importaba; había despertado con un plan para vencer al tiempo sin que así lo pareciera. Fue el día en que me di cuenta de lo rápido que se pasaron los años mientras pensaba en cómo vencerlo; cuando volteé hacia el piso y me pregunté desde cuándo mis pasos eran tan cortos. Ahí tuve la respuesta. El tiempo era cruel, pero no tan ruin como yo suponía. Había apresurado tanto su marcha por la preocupación de ser vencido, que todo el sufrimiento tortuoso y desgarrador que tuve que soportar a través de los años, se había pasado en segundos; pero yo no estaba dispuesto a seguir sufriendo. Supe entonces que más que ver mi agonía, quería aferrarse a su existencia, y mi juicio con respecto a él de pronto cambió.

Ese día también fue cuando, después de darle vueltas y vueltas en mi cabeza, descubrí lo diminuto que era el tiempo con respecto a lo que fuera que le había dado su origen, y que aquello tenía uno también. Al saberlo insignificante, tanto como yo, no sentí más rencor ni respeto por él, y de ser posible, de hecho, el único sentimiento que pasó por mí, fue lástima. Lo vi tan humano y vulnerable, tan temeroso, que encontré la respuesta en convencerlo; tenía que conmoverlo de alguna forma para que se rindiera ante mí y poder llegar hasta este lugar. No sabía cómo se le hablaba al tiempo, pero sabía que ni el verso más magistral que el mejor escritor haya jamás escrito, había podido despojarlo de su crueldad, ni su insensible y frío andar. De todas formas, yo me sentía seguro, porque para ese entonces la humanidad me resultaba ya diminuta y yo era mucho más colosal que el más sabio de los hombres.

Deben saber, niños, que desde mucho antes, lo único en lo que yo pensaba era en ustedes y en su madre. Pero lo hacía por el mero recuerdo, nada más. Eran mi consuelo, o mi tortura, no sé bien. Como quiera que sea, a partir de ese día yo los pensaba pero de una forma distinta: evocaba todos los momentos gratos que habíamos tenido hasta ese entonces y, retando al tiempo, vivía en ellos. Fue ahí que empecé a vivir otra vez, después de tantos años en los que sólo había existido, porque fueron las primeras veces que vine a visitarlos.

–Pero es la primera vez que vienes –Me interrumpió Diego–.

–Cierto, campeón, es la primera…

–Papi, ¿recuerdas que cuando vivíamos juntos me cantabas una canción antes de dormir que me gustaba mucho?, ¿Me la puedes cantar al rato? –Preguntó Fernanda–.

–Sí, pequeña, yo te la canto.

–Bueno, ¿entonces cómo es que venciste al tiempo?

–Entendí que el idioma del tiempo no era el español, ni los versos perfectos. Para él todo eso no son más que insignificancias; palabras cargadas de sentimientos que a su paso, después de ser leídas una y otra vez, desaparecen. Carecen de imágenes, de música, de risas, colores, aromas y dicha. El tiempo es intemporal, vive tanto en el presente como en el futuro y el pasado, y las palabras pierden su esencia en un santiamén, es por esto que el mejor de los poemas sólo tiene sentido en un punto diminuto de tiempo; antes no existe y después deja de ser poesía. Ustedes no, y su madre tampoco. Ustedes siempre dieron sentido a mi existencia y jamás dejarán de ser poesía. Fueron mis plegarias, mis razones, mis versos y el idioma que aprendí a usar para ser escuchado por él, sin que le dijera una palabra. Porque fueron de su agrado las notas de las canciones que yo les cantaba antes de dormir, y los cuentos que les leía y me aprendí de memoria; pero no por las notas, no por los cuentos, sino por el sentimiento que llevaban implícito: un sentimiento tan grande que no cabía ni en el presente, ni en el pasado, ni en el futuro; ni repartido entre estos tres. Eso fue lo que me trajo hasta acá, porque yo soy su dueño y si él no cabe en el tiempo tampoco yo.

–Papá nos está contando cómo venció al tiempo –Le dijo Diego a Cynthia, mi esposa; venía llegando–.

–¿Venciste al tiempo, amor?

–Así es, cariño.

–Ay, Francisco …–negó con la cabeza sonriendo, y arremolinándoles el pelo a los niños, se sentó junto a ellos–.

Me aparté unos instantes de aquel lugar en el que estábamos reunidos aún sin poder creerlo. Había sufrido mucho más de lo que cualquier ser humano haya podido soportar jamás, y ahora estaba con mi familia nuevamente. Sollocé en silencio y en secreto como lo hacía cada vez que la felicidad desbordaba a gotas por mis ojos. Mientras, ellos, se abrazaban, jugaban y reían, como lo hacían desde que nos volvimos a ver; desde que vencí al tiempo. Todos los años que me desgarraron e hicieron miserable, cuando le suplicaba a Dios que me matara, cuando olvidé la forma de mi sonrisa y llegué a odiarme, ya no eran largos, ni cortos; eran nada. El dolor que me causó perder a mi esposa y a mis hijos, que fue tan grande como el tiempo, al igual que el tiempo, no existía más.

Yo ya no me detestaba por haberle gritado a Cynthia aquella vez, que estaba demasiado ocupado como para llevar a los niños a la escuela, y que me valía madres si los frenos de su coche estaban bajos, porque yo iba a usar el mío. El día que vencí al tiempo, la culpa había desaparecido por completo, porque ahí ya no peleábamos nunca; existiríamos los cuatro felices en esa eternidad.

Sabía que jamás recibiría otra llamada que me arrancara el alma y me helara la piel. Aquí, en este lugar, no había prisa que te sonsacara a ignorar una luz roja, ni camiones que transitaran por la avenida perpendicular. No volvería a gritar, ni a llorar, ni a querer morir al lado de los cuerpecitos pequeños de mis niños, viendo sus caritas sucias y golpeadas, con los ojos bien abiertos, pero sin mirada alguna.

Qué decir de la agonía de mi mujer, a quien no terminé de decirle lo mucho que la amaba, porque me dio tan sólo dos minutos, mientras se desdibujaba en el asfalto; y su sudor, su sangre y su cuerpo se mezclaban con la gasolina. Sé que en donde estoy, su respiración alterada no se elevará hacia el cielo junto con el humo de un coche que llevaba frenos bajos. Porque no hay mayor dolor que el de no saber qué responder cuando la madre de tus hijos, la mujer que amas, te pregunta desesperada «¡¿Cómo están los niños?! ¡¿Están bien?!» y por más que tratas de reunir todas tus fuerzas, te sueltas a llorar y ella contigo. Porque dolor, es que busque consolarte la persona que más atesoras en el mundo, cuando sabes que por la noche, en lugar de dormir con ella, la vas a estar velando. Dolor es lo que se siente cuando, inútilmente, te repite incansable que no fue culpa tuya, y te pide jurarle que serás fuerte y seguirás con tu vida, y lo último que le dijiste fue una mentira por querer complacerla; por no querer decepcionarla. Impotencia, es ver que se cierran sus ojos porque se aferró con tanta fuerza a tu mano, que no le quedaron más fuerzas para aferrarse a su vida, y soltó ambas. Se fue y no le dijiste «te amo» por última vez, y aunque lo hagas no podrá escucharlo. Eso es impotencia; eso es dolor.

Por eso me resultaba increíble estar ahí, contándole a mis hijos cómo fue que por ellos y por su madre, vencí a aquella magnitud a la que ningún otro hombre ha podido vencer jamás. Cómo descubrí lo insignificante que es Dios para ser Dios, y lo magno que soy yo para haber sido algún día humano.

–Papá, ¿qué pasa? ¿Ya no nos vas a seguir contando? –Me preguntó Fernanda interrumpiendo mis pensamientos–.

–No, mi amor, ahorita no.

–Mamá, mamá, ¡vamos al parque! –Le decía mientras Diego a Cynthia agitándole el hombro de manera entusiasta–.

–Me los voy a llevar al parque, cariño, ¿te vemos allá?

–Sí, mi vida, allá los alcanzo.

Volví a los temas que desarrollaba mentalmente antes de ser interrumpido. El hecho de referirme a mí mismo como «magno» no hace que me considere en verdad grande; soy diminuto como lo son Dios y el tiempo, o una hormiga y el sol. Así de pequeño. Lo que sí sé es que el mundo que yo creé no es regido por el tiempo, y el único Dios que aquí existe soy yo.

La diferencia entre las deidades de los hombres y yo, es que a mí no me importa hacer un mundo de millones de habitantes, con bastos océanos, y templos monumentales recubiertos en oro para que me idolatren. No quiero ser temido ni adorado, ni que aquí hayan guerras en mi nombre. Yo no soy tan ostentoso y mi dicha no se encuentra en resaltar mi grandeza. No. Lo que yo siempre quise fue recuperar a mi familia y es por ello que creé este mundo. Porque quería volver a despertar con las risas de mis hijos y los besos de mi esposa, y eso vale más que un millón de altares con mi rostro. Pero el ser Dios no me hace perfecto, y como imperfecto que soy, hice un mundo imperfecto.

El haber vencido al tiempo me permitió reunirme nuevamente con mis seres amados, pero conlleva una serie de imprecisiones que a veces me confunden y lo hacen siempre; creo que necesito explicarlo y explicármelo una vez más. El hecho de que mi mundo sea intemporal, resulta un tanto extraño. Aquí lo que ya pasó, está pasando y volverá a pasar, y las cosas no llevan una secuencia. El «después» puede existir sin el «antes» porque no hay un calendario que haga imposible un 3 de febrero sin el 2. Esto que estoy pensando, también lo estoy escribiendo, y también lo estoy leyendo simultáneamente, mientras que mis niños están en el parque y yo con ellos, pero aquí. Ellos no lo saben; vuelven a vivir una y otra vez la misma historia, sin darse cuenta. Sólo yo me percato porque soy Dios, y soy omnipresente. Y aún así todavía no lo descubro, a pesar de las infinitas veces que ya lo he hecho.

Las historias se multiplican como si fueran la imagen de dos espejos encontrados, y en cada una estamos los cuatro viviendo, por toda la eternidad, lo mismo. Por eso infinitas veces les platico cómo vencí al tiempo y en todas me prestan la misma atención. Pero a pesar de lo desconcertante que pueda resultar a veces, mi felicidad es inmutable, debido a que este lugar fue construido con el recuerdo de los momentos gratos que tuve con mi familia hasta la edad de 39 años y 4 meses, y un par de cosas que imaginé mientras luchaba con el tiempo, como por ejemplo, qué les diría cuando llegara aquí. Esa es la razón de por qué mis niños tan atentos; así yo los quise.

Este mundo ligeramente imperfecto, es una pista de que Dios sí existe, ahora sí. Porque yo soy Dios y éste es mi cielo, sin así llamarse, pero sé que lo es. Tengo la certeza de que seguiré siendo feliz viviendo una y otra vez las mismas historias, y jamás me cansaré de hacerlo, porque las he vivido infinitas veces y las viviré infinitas más. Para eso es este lugar, para mi felicidad eterna, que sé que merezco y me premio por ello; ya nadie me la va a quitar. Lo único que podría volver a despojarme de todo sería el tiempo, que jamás se aparece por aquí, porque yo lo sepulté y sólo podría llegar por mi voluntad, pero no soy tonto. El que ahora yo sea Dios únicamente me hace eterno, no invulnerable ni todopoderoso, y si el tiempo viniera a meter sus manos, podría cambiar las reglas del mundo que yo creé, como cambió las del mundo de los hombres.

Caminé hacia el parque tras meditar todo esto, como lo hacía siempre después de tantas veces que lo había pensado, y me llegó una sensación de impotencia. Si bien era cierto que yo no quería que irguieran templos en mi honor, sí me hubiera gustado parecerme más a los Dioses de los humanos; tal vez no ser todopoderoso, pero sí poder hacer cosas nuevas, cosas que jamás haya hecho con mi familia. Cynthia y yo siempre quisimos ir un fin de semana a la playa sin los niños, y despertar de madrugada en la arena para ver salir el sol. «¡Eso!», pensé, «¡mañana amaneceremos en la playa!» Caminaba y tramaba planes con mi familia, que hacían siempre lo que yo quería, o lo que yo recordaba; me tocaba ahora a mí complacerlos, pues nada podría llenarme más. Mis hijos siempre habían querido que los dejara faltar a la escuela un miércoles, porque ese día mi hermano Toño se iba a su rancho a montar a caballo, y a veces, llevaba a mis sobrinos. «¡Pues nos vamos a un rancho!», grité eufórico.

Tenía tanto que no me sentía tan enérgico y entusiasta; ¡por fin podría hacer todo lo que mi familia siempre quiso! Me entristeció un poco pensar en mi hermano Toño y no poder verlo, pero esbocé una sonrisa por los buenos recuerdos que él me traía. Por primera vez desde que tenía edad, sentí la brisa del viento arremolinando mi cabello, y los rayos del sol calentando mi piel. Corrí como niño, como cuando mi mamá nos decía a Toño y a mí que ya estaba la comida y el último en llegar, lavaba los platos del otro; competíamos por todo y nos divertíamos muchísimo haciéndolo. Él era un año mayor que yo, le encantaba la vida de campo: los caballos, el rancho, arar la tierra, vestir de cuadros, usar sombrero y prescindir del reloj porque sabía la hora viendo la posición del sol. Trató de enseñarme a hacerlo pero jamás aprendí, también con eso competíamos. A mí me gustaba decir números primos, impares o que no terminaran en 5 o en 0, porque sentía que así tenía más probabilidades de atinarle; y a veces acertaba.

Seguía corriendo y seguía recordando a Toño, cuando me detuve a ver el sol como él hacía y dije «han de ser las 3:19 p.m.». Me eché a reír igual que siempre porque no tenía la más mínima idea de la hora que pudiera ser, ni estaba compitiendo con mi hermano, pero casi podría jurar que lo escuché diciendo «ay hermanito, te equivocaste». Así me decía cuando no le atinaba, y luego sonreía y negaba con la cabeza, como queriéndome insinuar de broma que era yo un baboso. También yo sonreí al recordarlo.

En toda esta eternidad jamás había extrañado a nadie, porque creía tener todo lo que necesitaba para ser feliz. De hecho, así era, pues jamás me había puesto a pensar en nadie que no fueran mis hijos o mi esposa. Sin embargo, aquella vez entendí que si bien me sentía dichoso por estar en mi propio mundo con mis seres más queridos, podría serlo aún más, trayendo a otras personas que me acompañaron durante el tiempo que yo viví en el mundo de los humanos. «Ya está –pensé–, haré una ceremonia de inauguración de mi mundo con todos aquellos que puedan llegar a hacerme falta». Después llevaría a cabo los nuevos planes que tenía con mi familia.

Llegué al parque para decirle a mi esposa por primera vez, que nos iríamos a la playa, y a mis hijos, también por primera vez, que nos iríamos a un rancho; aunque para ellos todas las veces eran las primeras. No los encontré en las canchas de fútbol, tampoco en los columpios, ni en las estatuas de animales a las que se trepaban a veces. Era un parque inmenso, así que caminé y caminé hasta que de repente vi un grupito de gente, pero no eran ellos; me acerqué despacito. El andar de aquellas personas me resultaba familiar… ¡No! ¡¿Toño?! ¡Era mi hermano y su familia!

–¡Hey, Toño! –grité. Todavía no estaba demasiado cerca, así que insistí– ¡Antonio! –y nada– ¡Pinche sordo, voltea güey! –añadí riendo mientras me aproximaba. «Voy a taclearlo»pensé riendo entre dientes. Corrí hasta él a sus espaldas y le di un empujonsito hacia adelante para derribarlo–.

–¡Ay! Me tropecé –dijo con afán de molestarme–.

–¿Qué?, ¿tanto te cuesta admitir que soy más fuerte que tú? –contesté sonriendo, pero aún me ignoraba–.

–Ando distraído –dijo volteando a ver a mi cuñada, para justificarse, supuse–.

–¡Pretextos! –Dije sonriendo– ¿No me vas a saludar? –En eso alguien a lo lejos gritó «¡por aquí!» y mi hermano siguió la voz–.

«¡Pinche Antonio! Todavía hace eso de fingir que no estoy ahí para molestarme» pensé soltando una carcajada. Los seguí a paso lento porque me había lastimado al derribar a mi hermano. Vi de lejos a mi primo Juan y mi prima Ximena fumando en el parque, cerca de donde había un cúmulo de personas. Fui a saludarlos y a pedirles un cigarro. «Ya no puedo morirme» pensé. Ahora que mi mundo estaba cambiando, ¿por qué no comenzar a fumar?, jamás lo había hecho y a los fumadores les encanta; quería descubrir ese gusto por el cigarro que no encontré durante mi adolescencia. Estaba ya algo cerca de donde se encontraban fumando mis primos, pero justo cuando alzaba la mano para saludarlos, y a punto de gritar sus nombres, alguien más se me adelantó y acudieron a su llamado.

Más cerca de aquel grupo de personas vi a Sofía, una de mis sobrinas más grandes, hija de mi prima Paty, que ya también había visto por ahí entre toda esa gente. Yo estaba a sus espaldas pero perfectamente pude reconocerla. Era, de la familia, con la que yo mejor me llevaba. Tenía 32 años cuando yo tenía 39, y desde que era pequeña la cuidaba mucho; solíamos bromear por todo y llevarnos un poco pesado. Estaba sola debajo de un árbol. Me agaché para recoger una piedrita y se la aventé a la cabeza, pero no se dio cuenta de que yo había sido, en cambio alzó la vista hacia las ramas que tenía encima y yo reí bajito para que no me escuchara. Volví a tomar otra piedra pequeña e hice lo mismo, sólo que esta vez sí volteó hacia donde yo me encontraba parado. Estaba llorando.

–¿Por qué la cara larga? –grité, pero seguía viéndome sin decir nada– ¡Sof! ¿Qué tienes? –negó con la cabeza y se dio la vuelta. Supuse que se habría enojado y suspiré diciendo «¡mujeres locas!». Me acerqué a ella y me puse a su lado– ¿Qué pasa Sofía?, ¿ por qué estás así? –Ella sólo sollozaba sin decir una palabra, contemplando a toda esa gente reunida. Se mordía los labios para no romper en llanto– Ya dime, ¿qué pasó? Sabes que puedes contarme lo que sea –insistí una vez más hasta que por fin contestó en un susurro casi inaudible–.

–Se ha ido…

–¿Quién? ¿Quién se ha ido? ¿Te dejó tu marido? –Cuando dije esto rompió en un llanto inconsolable al que yo tomé como una afirmación– Los hombres son unos cabrones, pequeña, ¡pero ya verá aquél! Yo en este lugar digamos que tengo influencias. Tú tranquila, que cuentas conmigo para todo, ¿sí? –Continuó llorando importándole poco si yo era Dios o sólo era su tío Francisco. Le di un beso en la cabeza y siguió con la mirada triste y perdida hacia el mismo lugar mientras se rascaba en donde yo la había besado–.

Fui a ver a quién más me encontraba por ahí. No iba a dejar que Sofía arruinara la alegría que me daba ver a todos reunidos en mi mundo. Veía gente pasar y no sabía a quién saludar primero, ¿a mi tía Lourdes?, ¿a mis amigos de la preparatoria?, ¿a mi primo Gustavo y su familia que no veía desde los 33 años?, ¿A mis compañeros de derecho?, ¿A mis clientes?… Me topé de frente con Daniel Carrillo y Pepe Carvajal, mis mejores amigos de la secundaria. Llegué con ellos con la actitud orgullosa de un gran anfitrión.

–¿Qué les parece mi mundo, eh? –les dije sonriendo y guiñando un ojo. Pepe volteó a ver a Daniel–.

–Es una lástima, ¿no?

–Sí, es terrible –asintió éste–.

–Cállense, ustedes jamás podrán hacer lo que yo he hecho –dije queriendo aparentar que bromeaba, pero ciertamente un tanto ofendido–.

–Tengo que ir al baño –comentó Daniel–.

–Yo también, vamos –terminó Pepe–.

Se fueron irreverentes, como si fuera un igual con el que estaban tratando. Comenzaba a molestarme el mal humor de las personas, ¡tenía una eternidad que no los veía!

Están en mi mundo, ¿no pueden ser más corteses? Hubiera sido agradable escuchar un «oye hermanito, qué buen clima tiene este lugar, ¡felicidades!» por parte de Toño, o un «gracias, tío, sé que puedo contar contigo» de Sofía, y luego los idiotas de Pepe y Daniel, ¿les costaba mucho decirme «te quedó muy bien el parque, ¿es cierto que mañana harás una playa y el miércoles se inaugura el rancho? Muy bonito tu mundo»? ¡Desgraciados!, a Dios no se le ignora. Pero bueno, qué importaba, sólo eran cuatro personas, ya habría infinitas ocasiones para hablar con ellos.

Pasó al lado de mí César Mora. César era un amigo de la preparatoria con quien perdí contacto cuando entramos a la universidad; él decidió ser médico y yo abogado. Siempre fue alguien serio y un tanto retraído, pero muy buen tipo, de gran corazón. Supuse que no me habría visto porque se siguió de largo. Me agradaba bastante platicar con él, era amable y seguramente me caería bien alguien de su perfil en ese momento. Lo seguí esquivando gente y escuchando enojado sus quejas: «¡qué horror!», «¡se siente horrible estar aquí!», «qué mal quedó», «se volvió loco, ¿no?»… Yo continuaba caminando entre todos ellos y siguiendo los pies de César, que era lo único que veía ya que iba cabizbajo, un tanto por la vergüenza y otro poco por el coraje. Y las quejas no cesaban. «¡Bueno carajo! ¡Pues si no les gusta mi mundo pueden irse a chingar a su madre!» pensaba furibundo. Por fin se detuvo a unos pasos de donde se habían juntado todos, apartado pero no muy lejos. Sacó su pipa y la prendió. La pipa no me llamaba la atención como el cigarro, porque mi papá siempre fumó pipa y para mí era de lo más ordinario. Total, me acerqué, pero antes de que yo le hablara, un tipo encapuchado le tocó el brazo.

–Disculpe, ¿tendrá encendedor que me preste?

–Por supuesto, aquí tienes.

–Usted es el doctor, ¿cierto?

–Sí, ése soy yo, ¿eras amigo suyo?

–Nos conocemos desde hace mucho tiempo, una eternidad, diría yo –el extraño me volteó a ver de reojo y sonrió casi imperceptiblemente. Me importaba muy poco si no quería que escuchara su conversación, aunque realmente no sentí que así fuera, pero había algo en todo eso y yo quería saberlo– Y dígame, doctor, ¿qué fue lo que pasó?

–Después del accidente lo dieron de alta en el hospital, había salido aparentemente ileso, pero conforme avanzaron los días las cosas se fueron complicando. Empezó a tomar hábitos muy extraños: dejó de ir a trabajar, olvidaba bañarse, se encerraba por días en su casa y únicamente salía a comprar cigarros.

–¿Fumaba mucho?

–No, no fumaba, sólo los compraba y volvía a encerrarse.

–Qué raro, ¿no?

–Rarísimo.

–¿Y qué más hacía?

–Comenzó a desarmar todos los relojes que tuviera a la mano. Los revisaba por arriba, por abajo, por todos lados; después los rompía. Dice su esposa que una vez enterró el despertador en el jardín. Comenzó a espantar a los niños diciéndoles que Dios no existía, y gritaba. Dejó de ir a misa también.

–¿Pero no fue un milagro lo que le ocurrió? Sobrevivió a un accidente mortal.

–Efectivamente, fue un milagro; pero es probable que su cerebro haya mandado un mensaje de alerta que manda cuando estás a punto de morir, y esto haya alterado toda su perspectiva de la vida. Al parecer su cerebro creyó que había muerto, lo cual le generó un trauma y al momento de traumarse, como mecanismo de defensa, suprimió el recuerdo del accidente como algo propio. Tal vez pensó que había sido un sueño, alguna escena que vio en el cine o que fue testigo visual del choque. Lo que es un hecho es que no vivía apegado a la realidad, sino en una serie de trampas mentales que él mismo se había puesto para tratar de convencerse de que estaba vivo. Por supuesto, su mundo carecía de sentido debido al juicio dañado que tenía.

–¿Y luego qué pasó?

–Pues al ver este comportamiento, su esposa se puso en contacto conmigo y lo internamos en un hospital psiquiátrico para que tuviera una observación minuciosa, y no representara ningún peligro para su entorno. Mientras, los neurólogos trataban de encontrar una forma de «reprogramarlo», por así decirlo, pero no dieron jamás con la enfermedad y menos con la cura.

–Y estos hábitos extraños, ¿los seguía teniendo?

–Cada vez peor. Se pasaba horas al lado de los relojes escuchando el segundero, quemaba los calendarios y se ponía a gritar desesperadamente; blasfemaba a Dios en cada ocasión, y se ponía bastante agresivo. A todos les gritaba que no eran nada, que no existían. De repente se puso más crítico y preguntaba una y otra vez por su familia; parecía recordarlos a la perfección, hablaba de ellos todo el tiempo y cada anécdota que contaba fue confirmada por ellos mismos; era la única parte de su vida que su cerebro al parecer había mantenido intacta. Sin embargo, durante las visitas familiares o conyugales, él no reaccionaba como era esperado; o no los reconocía, o los ignoraba completamente. Pero cuando ellos no estaban, contaba, como él decía, «por infiniteaba vez» las mismas historias, y sonreía. Mas no hablaba con nadie, las historias eran para sí mismo. Siempre decía «voy a visitar a mi familia» y comenzaba a contarlas con la mirada perdida hacia la ventana, hasta que se quedaba viendo a la nada, sentado en su silla, sin que nadie pudiera perturbarlo.

–Qué tristeza, ¿no doctor?

–Sí, era muy duro verlo así. Los niños, por supuesto, a las pocas semanas lo dejaron de visitar porque su madre ya no quiso llevarlos, pero en fin. Así fue que, los ratos en los que se iba del mundo quién sabe a dónde, y se quedaba inmóvil, poco a poco se hicieron más prolongados, hasta que un día tuvo muerte cerebral y quedó en estado vegetal, ahí en su silla; con la vista perdida y un vago aire de plenitud en su gesto, casi imperceptible.

–¿Cuánto tiempo duró en ese estado?

–No mucho; unas semanas si a caso. Su esposa no pudo soportar más el dolor y pidió que se le desconectara.

–Pero se le ha de haber pasado eterno a la pobre señora.

–Tenlo por seguro. Probablemente también a él. Tenemos muy poca información del cerebro humano, mucho menos de la que quisiéramos. Ignoramos prácticamente todas sus
funciones, pero hay teorías de que aún en estado vegetal uno puede percibir ciertas cosas, entre ellas, el pasar del tiempo. Nadie sabe si lo detiene, lo acelera, o lo detecta tal cual es, pero si tomamos en cuenta que el porcentaje que usa el ser humano de su cerebro es mínimo, y todo lo demás es subconsciente, estar frente alguien en estado vegetal, podría ser estar frente a alguien que vive en su subconsciente. Imagínate lo que sería capaz de hacer si se moviera. No sé, son hipótesis.

–Es asombroso, doctor. Quiero decir… No me malentienda, no es que…

–Lo sé, hablas de la neurociencia, te entiendo.

–Sí, no quería parecer insensible ante el duelo de todas estas personas, y el suyo, claro. Con permiso.

¡Quedé atónito! ¡¿Estaba acaso presenciando mi entierro?! ¡Pero no es cierto! ¡Yo vencí al tiempo! ¡¡¡Yo vencí al tiempo!!! Se agitó mi respiración y creí desmayarme, pero también creí estar muerto. Todo era confuso, todo era nuevo, ¡aterrador! Traté de gritar y lo hice más fuerte pero no salía sonido de mi boca. No era como hacía un momento que la gente me ignoraba, esta vez ni siquiera yo mismo me escuchaba, ni sentía el paso de mi voz por mi garganta. ¡Nada! «¡¡Ayuda!!» Quise gritar pero no podía. Algo había robado mi voz, pero no tardé demasiado en recuperarla…

–Disculpa, ¿te encuentras bien? –dijo alguien a mi espalda tocándome el hombro. Era el tipo encapuchado–.

–¿Puedes verme?

–Por supuesto, ¿te encuentras bien? –Volvió a preguntar–.

–No, ¿qué pasa? ¡¿Por qué estoy aquí?! –Dije recobrando mi voz pero no la calma–.

–Es un funeral, ¿conoces al difunto?

–¿No soy yo el difunto? –sacó un cigarro del bolsillo y extendió su mano–.

–Tal vez esto te ayudará a calmarte, ¿fumas?

–No. –Lo tomé y me lo puse en la boca. Sacó encendedor–.

–Olvidé devolverle su encendedor al doctor–lo prendí y tosí un par de segundos–. Eres raro –dijo–. ¿Entonces conoces al difunto?

–Supongo que no. ¿Quién es?, ¿cómo se llama?, ¿quién es su familia?, ¿cómo era?

–Es un buen tipo.

–Era, ¿no?

–Para mí es.

–Pero, ¿no está muerto ya?

–Muerto sí, claro, y es una pena. Pero algún día todos seremos sepultados, ¿no es cierto? Incluso uno mismo –se tocó el pecho señalándose– sin embargo puede seguir existiendo en mi mente si yo quiero, ¿no?

–Supongo que sí…

–Supones bien –sonrió–.

–Escuché que conoces al difunto desde hace tiempo…

–¡Muchísimo!

–¿Y qué más sabes de él?

–La historia completa.

–No sabías cómo había sido su muerte.

–A esa historia me refiero…En fin, no quisiera tener que irme, pues odio marcharme en este tipo de situaciones. Tú sabes que a un funeral se le merece respeto y uno debería estar presente, pero si aquí me quedo, capaz que esto nunca empieza y tengo asuntos que atender. Es hora de que yo me marche.

–Mucho gusto, gracias por el cigarro –me despedí–.

–El gusto de siempre.

Sentí un frío espantoso cuando se marchó aquel sujeto. No supe si fue esa media sonrisa y esa mirada fija en mis ojos, que duró tanto tiempo y me hizo sentir incómodo. Tal vez fue el hecho de que olvidé su rostro en el justo momento en que se dio la vuelta, ese caminar solemne que llevaba consigo, o tal vez porque no entendí qué había querido decir con «el gusto de siempre». ¿Nos conocíamos ya o le gustaba siempre conocer gente nueva? Quizá fue el hecho de que conocía la historia completa de la muerte de aquel difunto. No supe ni lo quise averiguar. Busqué a Cynthia y a los niños, y la encontré a ella ahí donde ya estaba empezando el entierro; todos estaban ahora sí bien agrupados.

Cynthia estaba más o menos en medio y hasta adelante, sola. Sollozaba y veía la caja ser sepultada y yo sentí horrible el no estar con ella. Un poco avergonzado atravesé por en frente de todos y me puse a su lado, y sin preguntar a quién estábamos enterrando, la abracé. Ella, al igual que Sofía, siguió con la mirada en el mismo lugar y sollozaba como si
su existencia dependiera de ello. Yo acababa de cambiar las reglas de mi mundo y no entendía nada, pero aquí no existía la muerte antes de ese día. El punto es que no quise ser insensible y no le pregunté quién había muerto, ni cómo, ni por qué. Pero «quién» lo descubrí al instante, «cómo» lo deduje pronto y «por qué» lo leí más tarde.

–Amor, voy a ir con los niños, ya vi que están allá atrás con tu madre, ¿está bien? –y aquí supe quién– ¿Amor?… Amor, ¿escuchaste lo que te dije? –Cynthia seguía llorando y cada vez más – Cynthia, te estoy hablando. Cariño, voy allá atrás con los niños… Cynthia –me paré en frente de ella– Cynthia, ¿me puedes hacer caso por favor? ¡Cynthia! –Le hice señas, le grité, brinqué y corrí en frente de ella y de todos– ¡¡Cynthia!! ¡CARAJO, ESCÚCHAME! ¡ALGUIEN ESCÚCHEME! ¡DIEGO!, ¡FERNANDA! ¡¡¡¡CYNTHIA!!!! –nadie en todo el funeral era capaz de notarme– ¡¡SÁLVENME, NO QUIERO MORIR!! ¡YO LOS SALVÉ DE SU MUERTE! ¡YO LOS CREÉ COMO DIOS CREÓ AL HOMBRE PARA QUE EL HOMBRE LO CREARA A ÉL! ¡YO SOY DIOS! ¡YO SOY DIOS! ¡YO VENCÍ AL TIEMPO! ¡¡¡¡YO VENCÍ AL TIEMPO!!!! –Mis gritos fueron inútiles. Mis llantos y plegarias también–.

Corrí hacia el féretro donde supuse que estaba mi cuerpo y tiré de él con todas mis fuerzas para que no pudieran meterlo en el hoyo. ¡Era un error! ¡Una aberración! ¿Cómo podían sepultarme? Les conté infinitas veces cómo vencer al tiempo y aún así jamás lo aprendieron porque no saben que escucharon esa historia. Y yo, mientras, veía mi entierro y trataba con todas mis fuerzas de sacar mi caja fuera del hoyo. Pero era inútil, porque no era a mi féretro al que tenía que haberme aferrado, así como Cynthia no debió usar sus fuerzas para tomar mi mano, sino para no soltar su vida. Cuando entendí esto solté la caja que llevaba dentro mi cuerpo inerte y traté de abrazar los pies de Cynthia, que no tocaba, al tiempo que lloraba cuán miserable era en el pasto de aquel parque que era mío. De repente sentí el mismo dolor y la misma impotencia de la primera vez, cuando los había perdido en el accidente. Y otra vez los segundos pasaban lento, porque les gustaba presenciar mi agonía. Entonces me envolvió el frío, un frío que va mucho más allá de la piel y de los huesos, un frío que puede helarte el alma. Un frío que calaba todo mi ser y que trajo consigo una voz que me hizo estremecer aún más.

–Disculpe, ¿tiene encendedor?

–Claro.

–Usted es la esposa, ¿cierto?

–Así es.

–Lo siento mucho.

–¿De dónde conoce a Francisco?

–De hace muchísimo tiempo; una eternidad, diría yo –era experto para evadir preguntas como «¿no soy yo el difunto?» y responder con otra cosa como «tal vez esto te ayudará a calmarte» y entregar un cigarro–.

–¿Eran amigos?

–Era un buen tipo. Perdone usted si es inoportuna mi pregunta, pero, ¿a qué hora murió?

–A las 3:19 p.m.

–Muchas gracias, y una vez más, lo siento mucho. Con permiso.

Yo durante toda la conversación no quise voltear hacia arriba, pero sí podía escucharla perfectamente y después de decir «con permiso» algo cambió. No fue el volumen, ni el timbre, pero supe con toda seguridad que esa risita que soltó el sujeto encapuchado no fue audible para nadie en el funeral mas que para mí. La escuché fuerte y clara. Era una risa cínica, cruel, vil, satisfecha, breve, fría, tenue. Luego un suspiro y se marchó. Vi desde el piso la manta que le llegaba hasta los pies y le cubría el gesto, alejarse lentamente con ese paso solemne lleno de falsedad e hipocresía con que caminaba aquel tipo despreciable.

Decidí seguirlo, pero en un punto, no tengo idea cuándo, lo perdí. Dejé de verlo tan repentinamente como dejé de recordar su cara cuando dio media vuelta la primera vez.

Seguí caminando y al otro lado del parque inmenso, encontré una lápida; no la mía sino otra más sencilla. Me acerqué temeroso, y vi que tenía inscrito en su superficie el siguiente epitafio:

«Esta tumba no verá jamás caer una flor para su muerto, porque aquí yace quien trajo hasta este lugar a su único habitante. No habrá una sola muestra de gratitud para con quien aquí se encuentra sepultado, ni tuvo nunca funeral solemne; pero sin duda se le habrá de extrañar. Porque quien decide sepultar al tiempo, crea un infierno eterno. Éste es tu infierno, Francisco, y en el infierno no hay relojes, ni seré yo el verdugo que te salve».

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