La casona de la calle Linderos

Nunca has tenido un miedo tan grande que lo único que quieres es desaparecer y que contigo todo desaparezca y que te encuentres en la nada. Eso fue lo que me pasó tiempo atrás, hace tantos años que parece que simplemente fue mi imaginación y que no sucedió en realidad. Pero, por más que desee pensar que las cosas fueron así, sé que sólo me estaría mintiendo y que no fue un sueño, ni mi imaginación, sino que en realidad sucedió.

            Cada día el temor acrecentaba junto con las horas, mientras más se acercaba la noche el temor llenaba mi cuerpo, me transformaba, me cambiaba y deseaba con todas mis fuerzas desaparecer y que ese momento no volviera nunca más. El miedo, el dolor, el temor y los nervios se apoderaban de mí y controlaban mi ser.

            Nunca supe qué sucedía en la noche en aquella vieja casona de la Calle Linderos, pero lo que fuera helaba mi sangre desde el atardecer hasta el amanecer.

            La vieja casona había sido construida a mediados del sigo XVIII, en su origen era la hacienda más grande de la región. La construcción la había ordenado un empresario franco-español de nombre Lacroix. Nunca se supo cuándo llegó a la hacienda, sólo se sabía que con él había llegado una mujer que se llamaba Christa Theret. La administración fue magnífica, la hacienda era un paraíso terrenal. Cualquier planta se daba dentro de ella y cualquier ganado podía sobrevivir. Lo curioso es que esto sólo  sucedía en la hacienda de Lacroix, todo el resto de la región era infértil.

            Nadie conoció personalmente a Lacroix, nunca salía de la casona, que parecía estar vacía durante el día, pero durante  la noche la casona se llenaba de velas y de ruidos extraños, casi irreconocibles para los trabajadores de la hacienda. La única persona que tenía permitido el acceso a la casona era la señora Theret. Aunque tenía permitido el acceso a la casa, en ésta sólo vivía el señor Lacroix, y Theret sólo podía entrar a la casa de día.

            El misterioso paraíso de la hacienda siguió por muchos años hasta que una guerra civil se desató. La hacienda, en medio de una región hostil, era el lugar perfecto para que los combatientes se refugiaran. El señor Lacroix le ordenó a la señora Theret que no le permitiera la entrada a nadie y que les dijera a todos los trabajadores que tenían todo lo que necesitaban dentro de la hacienda y que aquel que le permitiera la entrada a alguna persona sería quemado en el patio.

            Los trabajadores de la hacienda no soportaban ver a sus familias morir del otro lado de la barda, mientras ellos se encontraban en el paraíso. Los trabajadores se rebelaron contra Lacroix, derrumbaron las rejas de la hacienda y durante la noche prendieron fuego a la casona. Mientras la madera crujía las plantas empezaban a marchitarse por el calor, los animales caían muertos de manera repentina y el suelo empezaba a crujir como si se fuera a abrir. Mientras la casona se llenaba de llamas el cielo lo hacía de un humo azul. Al amanecer no quedaba vestigio alguno de lo que había sido el paraíso. La casona seguía en pie, quemada, pero sin ningún daño notable en su estructura. Cuando entraron en la casa no encontraron el cuerpo del señor Lacroix. En el patio trasero tampoco encontraron el cuerpo de la señora Theret.

            Desde ese día la casona había estado abandonada y la guerra civil había ocasionado que las ciudades se desarrollaran lejos de la vieja hacienda.

            Con el desarrollo de la industria ferroviaria en el país, mi abuelo, un joven empresario español, logró desarrollar una empresa lo suficientemente próspera como para poder comprar muchos terrenos a través de la región y lograr establecer un sistema ferroviario muy complejo. De pequeño mi abuelo me decía que al principio el ferrocarril de la región parecía haber sido la inspiración del Guardagujas de Juan José Arreola. Nunca sabían cuando se iban a terminar la vías, ni cuando los trenes llegarían a tiempo o si es que llegarían. Pero mi abuelo decía que esto era el precio que se tenía que pagar por el progreso.

            La ruta que más le importaba a mi abuelo establecer era la que iba de San Jacinto a Yerba Buena, la ruta que él bautizó como: La ruta Linderos. Ésta era la ruta más importante de la región, ya que iba a unir el puerto de San Jacinto con la creciente ciudad industrial de Yerba Buena. El proyecto era tan importante y ambicioso que mi abuelo estuvo personalmente revisando cada parte de la construcción de las vías. Todo marchaba a la perfección hasta que la construcción de la vía Linderos llegó a una zona abandonada de la región. La tierra era árida y esto hacía más difícil la construcción de las vías. La obra se detuvo para que pudieran hacer un reconocimiento de la zona, para ver qué es lo que iba a suceder con la obra.

            Durante el reconocimiento de la zona se encontraron con ruinas de lo que parecía habían sido haciendas. En el centro de todas las ruinas se encontraba una vieja casona negra. Mi abuelo desde el momento en que vio la casona sintió una atracción absurda por ella. Se obsesionó tanto con la idea de tenerla que detuvo inmediatamente la construcción para ir a la ciudad a comprar el terreno y la vieja casona.

            Cuando la vía Linderos fue terminada, los alrededores de la casona se volvieron a poblar. Al encontrarse en la ruta de la vía Linderos, que la tierra fuera árida e improductiva ya no representaba un impedimento para que la gente se asentara ahí.

            Mi abuelo empezó la renovación del terreno de la hacienda. Se reconstruyeron las bardas, se intentó regresarle la vida a los jardines. A pesar que el suelo de la hacienda era más fértil que el resto de la zona ninguna planta duraba lo suficiente. La reconstrucción de la casona fue mucho más superficial, ya que su estructura estaba impecable, como si el fuego ni el tiempo la hubiera afectado para nada.

            Poco antes que la remodelación se hubiera concluido los negocios de mi abuelo en España empezaron a tener problemas, por lo cual tuvo que regresar a la península y dejar a Vicente encargado de la casona y del terreno.

            Mi abuelo perdió la industria ferroviaria debido a la expropiación que hizo un presidente nacionalista y paternalista. Mi abuelo se quedó en España a hacer su vida.

            Desde que tengo memoria mi tío ha sido dueño de la vieja casona de la calle Linderos. Nunca supe cómo llegó de las manos de mi abuelo a las de él y nunca he querido saberlo.

            Mis padres murieron cuando tenía diez años. O al menos eso es lo que me gusta recordar. Ese día es tan borroso en mi memoria que no sé qué es lo que en realidad sucedió y qué es lo que quiero pensar que sucedió. Recuerdo lo siguiente: fue una mañana normal, mi mamá estaba haciendo el desayuno, yo estaba comiendo y mi papá apenas bajaba a la cocina. Tomó su café y robó un poco de la comida que estaba en  mi plato. Luego se fue a trabajar. Al anochecer regresó a la casa y mi mamá lo estaba esperando arreglada. Llegó, me dio un beso en la frente, fue con mi mamá a la sala, estuvieron ahí durante un largo rato, no sé muy bien cuánto tiempo fue. Yo estaba jugando y la verdad, su vida me importaba mucho menos que lo que le pudiera suceder a mi cochecito rojo que estaba a punto de chocar con el azul. Mis papás salieron de la sala con una cara seria y me dijeron adiós mientras el coche azul quedaba volteado y el rojo hacia un trompo en el piso de madera. Salieron. Se subieron al coche. Lo prendieron y se fueron. Se fueron. No volvieron.

            Lo siguiente que recuerdo después de ese día es que tuve que ir a vivir con mi tío a la vieja casona de la calle Linderos. Mi tío era un hombre mayor, nunca supe cuántos años tenía cuando llegó a la vieja casona, ni cuándo nació, ni a los cuántos años murió. Era un viejo curioso, un poco excéntrico y erudito de las tradiciones y leyendas de una cierta región europea y de sus culturas. Nunca pude aprenderme el nombre de esa región. Era un viejo muy platicador, siempre, antes de dormir, me contaba historias de su juventud o historias que había leído alguna vez en algún libro. Siempre olvidaba los títulos y los autores de las obras, pero nunca las historias. Recuerdo que los primeros meses que pasé en la casona todo estaba bien, no había problema alguno. Hasta que un fin de semana mi tío había salido y yo me encontraba solo. Ya había completado mi rutina para irme a dormir. Cuando estaba a punto de quedarme dormido escuché algo que me despertó y me dejó taciturno durante horas. Las tablas del piso empezaron a rechinar como si fueran pisadas por algo, por algo muy pesado, por pasos que iban y venían por el pasillo, y mi cuarto empezó a llenarse de un olor muy fuerte a almendras y a huevo podrido. Me paralicé y cuando pude me escondí debajo de las sábanas y estuve atento al crujir de la madera hasta que escuché que la puerta principal abrirse y la voz de mi tío después de varias copas. El olor se disipó y el sonido cesó. Entonces pude dormir.

            Al día siguiente pensé que sólo había sido un sueño y no le comenté nada a mi tío, quien parecía estar sufriendo los estragos de la noche anterior. Ana, la muchacha que iba en las mañanas a cocinar y hacer la limpieza, entró al comedor con el desayuno para los tres. Mi tío siempre había sido una persona muy generosa, y desde su juventud había luchado en contra de la discriminación de clases. Esto fue lo que ocasionó que mi tío dejara España y se instalara en la vieja casona. Ana se sentó en la mesa del comedor y los tres desayunamos en silencio.

            Ya en la tarde, mi tío parecía estar más vivo que muerto. Le pregunté si alguna vez había escuchado algo raro sobre la casona y me dijo que cuando era más joven había hablado con Vicente, el cuidador de la casona, y éste le había contado historias sobre cómo había sido mandada a construir por un hombre raro que nadie conocía y cómo se había quemado la hacienda en una revuelta, pero la casona había quedado intacta. Mi tío continuó diciendo que eso sólo eran cuentos de pueblo, que Vicente ni siquiera había nacido y que la historia que le había contado, había pasado por tantas bocas que ya nadie sabía qué era realidad y qué era ficción. Entonces posó su mano en mi hombro y me dijo que no me preocupara de esas cosas, que sólo eran cuentos que la gente inventaba para entretenerse en este pueblo tan aburrido. Acabando de decir esto me mandó a jugar al jardín para que él pudiera disfrutan su tarde con un buen libro, un buen puro y su coñac.

            Los días pasaban y no sucedía nada extraño en la casona. Llegué a pensar que esa noche sólo había sido un producto de una pesadilla muy vivaz. Estaba seguro que esa noche había sido una pesadilla. Un mal sueño, una mala jugada de mi imaginación de niño. Las noches siguieron y siguieron y siguieron normales, bueno, tan normales como pueden ser las noches de este pueblo. Hasta que una noche, que parecía como cualquier otra, los ruidos volvieron. Las tablas crujían, pero esta vez los pasos no recorrían todo el pasillo, sino que eran lentos, pausados y al llegar a la puerta de mi cuarto se detuvieron. Ya no se escuchaban los pasos, pero las tablas de madera del piso en frente de mi puerta seguían crujiendo. La luna era nueva, la noche negra, mi cuarto apagado y yo estaba hundido en la oscuridad. Lentamente mi cuarto se empezó a llenar de esa extraña combinación de olor a almendra y a huevo podrido. Sabía que algo estaba entrando por la ranura debajo de la puerta, pero no podía verlo. El aire se había vuelto pesado y aquello que invadía mi habitación se posaba, cómodamente, en cada rincón de la oscuridad.

            Sabía que me estaba observando, no lo veía, pero lo sentía. Algo posaba su mirada en mí, desde la oscuridad. De pronto, escuché un crujido en el rincón del librero, volteé a ver la oscuridad y no había nada, yo estaba vacío. Mientras más miraba ese rincón más vacío me sentía. Ahí había algo que con el simple hecho de mirarlo me robaba la vida lentamente. Dejaba de sentir miedo, de hecho, dejaba de sentir cualquier emoción. Dejaba de sentir. Mi cuerpo dejaba de temblar, simplemente me encogía en mi cama y seguía mirando fijamente el rincón. Me sentía más y más vacío, sin vida. Como si de mis ojos entrara la nada y de mi boca exhalara la vida. Respirar se había vuelto difícil, complicado. De pronto cerré mis ojos, sin razón, instintivamente, como si quisiera seguir con vida. Dejé de estar vacío y volví a estar. Mientras estaba con los ojos cerrados la pestilencia en mi cuarto se intensificó, la temperatura descendió de una manera irreal, las ventanas empezaron a crujir, el piso empezó a crujir, las paredes empezaron a crujir, los muebles empezaron a crujir. Todo empezó a crujir. Yo empecé a crujir. Pensé que en medio de esa helada que se estaba dando en mi cuarto todo se iba a romper, todo iba a desaparecer y yo con ello. Pero no fue así. Fue como si el cuarto se inundara con la corriente de un rayo. El cuarto no se iluminó, aunque tenía los ojos cerrados sabía que no se iluminó, sino al contrario, se había oscurecido aún más. Podía sentir que la oscuridad ocupaba el lugar del más mínimo rastro de luz que había en la habitación. Podía percatarme que detrás de mis párpados todo se volvía más oscuro. Junto con esta oscuridad que invadía el cuarto los sonidos empezaron a desaparecer. Del silencio pasamos a algo más allá que la simple ausencia del sonido. Era como si un vacío se apoderara de la habitación. Ya no había más olor. Ya no había más luz. Ya no había. El vacío consumía el oxígeno. El vacío consumía todo. Ya no podía respirar. Ya no había. No pude aguantar más y me desmayé.

            Al día siguiente me desperté y parecía, de nuevo, que sólo había sido una pesadilla. Mi cuarto estaba impecable, idéntico a como lo dejé antes de irme a dormir. Ni en el piso, ni en las puertas, ni en la ventana, ni en la pared había marca de algo que las hubiere hecho crujir por la noche. Todo estaba tan tranquilo y en paz que parecía mentira que sólo hace unas horas atrás la nada y el vacío hubieran invadido mi cuarto.

             Mi niño, ya baja que ya está listo el desayuno. Dijo Ana mientras entraba a mi cuarto y abría las cortinas para que entrara el sol. Fue tan raro ver mi cuarto iluminado. Sorprendentemente no había ningún rincón donde se encontrara la oscuridad.

            Cuando bajé al comedor mi tío ya se encontraba ahí y Ana estaba sirviendo la comida. Pero era extraño, Ana sólo estaba sirviendo el plato de mi tío y el mío. Cuando Ana terminó de poner la mesa le dijo a mi tío que no desayunaría con nosotros, que tenía que ir al mercado a comprar las cosas del mandado y que no podía hacerlo después. Mientras Ana decía esto se ponía su chal, agarraba sus llaves, su bolsa del mandado y se dirigía a la puerta, dispuesta a salir antes de que mi tío o yo pudiéramos decirle algo. El desayuno pareció ser muy lento aunque los dos comimos más rápido que de costumbre. Después de acabar de desayunar nos quedamos un rato sentados en la mesa, en silencio, esperando a que llegara Ana. No llegó.

            Mientras mi tío recogía la mesa me dijo que había que esperar un rato más a Ana, que de seguro la gente se había tardado en llegar al mercado y que Ana tuvo que esperarlos. Me convenció y cada quien espero a Ana haciendo sus cosas, él en su despacho y yo jugando en el jardín. Cuando empezó a anochecer mi tío se asomó en la puerta y me dijo: muchacho ya métete a la casa, Ana no va a volver. Mientras entraba a la casa él puso su mano en mi hombro y balbuceó algo. Me fue muy difícil entender que dijo pero era algo sobre Ana y como ella era una estúpida novia de pueblo que se largó con su novio sin decir nada, sin dar explicaciones. Que ahora tendría que ponerse a buscar a una nueva muchacha tan buena como Ana. Cuando le pregunté que había dicho me dijo que nada, que de seguro a Ana le había sucedido algo y se había tenido que ir a su casa, pero que no me preocupara, que mañana regresaba.

            Me costaba dormir, no podía dejar de pensar en lo raro que era que Ana se hubiera ido y que era aún más raro que se hubiera ido sin decir adiós. De seguro Ana sabía algo y no quería decirlo. Algo malo. Tal vez tenía que ver con la noche y con mis pesadillas. Las tablas del piso de madera empezaron a crujir. Me empezó a llegar un olor a almendras y me empecé a sentir vacío.

A. J. T. Fraginals

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