Linyera

Me despertó Emilia. Algo me estaba intentando decir, pero no le hice caso. Eran como las 10 de la mañana, mi cara estaba grasosa y mi boca reseca. No me dolía tanto la cabeza. Todo en su sitio, muy bien. Un día más, pensé. Después de un rato logré levantarme. Desayunamos, platicamos, recordamos… luego cada quien se fue por su lado. Lo de cada sábado por la mañana.

Tomé las llaves del coche y manejé hacia mi casa. Tenía muy poca gasolina, pero la necesidad de bañarme y ponerme ropa limpia era prioridad. Despertar un sábado con la ropa del viernes es terrible (¿por qué lo sigo haciendo?). Al llegar noté que no tenía llaves para entrar. Mis padres no regresarían hasta la noche, como todos los sábados. No tenía gasolina ni dinero. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? Decidí caminar al Centro de Tlalpan: me compro un café, leo el periódico y pierdo el tiempo. ¡Lindo sábado!

El lugar estaba lleno de familias y niños. Un par de viejitos jugando ajedrez por aquí, un payaso inflando globos por allá, la señora del puesto de papas, la de los algodones de azúcar, las campanas de la iglesia sonando y las aves volando entre los árboles. Nadie crudo ni desvelado, por supuesto. Los sábados en la mañana corroboras que los bares a los que vas con tus amigos no son, en realidad, la única razón para ir al Centro de Tlalpan. No es que no sepa que aquí no sólo se viene a beber, eso ya lo sé, lo que pasa es que uno no suele presenciar el contraste entre ambas facetas. Uno no suele apreciar el contraste de nada nunca porque nuestra vida es rutinaria… aunque tal vez no deba generalizar. Tal vez sea mi cruda.

Los únicos que también caminaban solos –igual que yo –eran los dos o tres vagabundos que conozco de vista y se la viven ahí. Pasa algo muy curioso con estos vagabundos: no se ven tan mal, es decir, no se ven ni famélicos, ni malvados, ni… mal. La gente por su parte no les teme, incluso los conoce. Los linyeras, decía mi abuelo, eran vagabundos por decisión propia y humildad. Alguien que decidía no tener pertenencias fijas ni dinero ni nada y, aun así, pretendía ser feliz. Un espíritu vagante. Un siddhartha contemporáneo. Después de todo, ¿qué otra forma de libertad más noble que la vagancia?

Ignoro si los tiempos han cambiado o si lo que digo es correcto, pero los vagabundos de aquí sonríen a la gente y ayudan a las viejitas a cruzar la calle. A uno de ellos siempre lo encuentro leyendo en voz alta. Tal vez su rutina sea más flexible o no tengan rutina; tal vez estén locos. Tal vez una cosa lleve a la otra.

Llegué al puesto de periódicos. Una chica muy guapa compraba algo. Sus ojos eran azules y hermosos, pero Dios no me ayuda porque no creo en él. Menos en sábado por la mañana. Y menos después de lo de ayer. Además, lo que yo necesitaba era un baño. Los sábados por la mañana no piensas en mujeres, incluso teniendo 17 años. Pedí el periódico deportivo y decidí ir por un café. Al dar la vuelta para marcharme noté que la chica guapa me miraba. Yo la ignoré. Mi abuelo alguna vez me dijo: cuando una chica muy guapa te mira, debes seguir dos pasos básicos: primero la ignoras, como si no fuera la gran cosa. Después, cuando pase un tiempo, le hablas. “Así de fácil”. A mí sólo me sale bien lo primero.

Después de comprar el periódico fui al negocio de la esquina y pedí un café con leche. Leí el periódico dos veces y cuando me aburrí me dediqué a ver la gente pasar. ¡Todos tan iguales! No quiero profundizar sobre ello. Pagué la cuenta, salí y caminé. Ya eran las tres de la tarde y mis padres no contestaban el teléfono. Me quedaban treinta pesos para todo el resto del día.

Un payasito comenzó un show a la mitad de la plaza. Vi todo su espectáculo. Muchas personas también lo veían. No era la gran cosa. Me llamó la atención la música del show: canciones de Paté de Fuá, particularmente se repetía una: “La Canción del Linyera”. Por supuesto, a partir de aquí, sabrán que el título de esto no podía ser otro. Parecía que el payaso y yo éramos los únicos que nos sabíamos la letra. Tal vez la gente debería escuchar más Paté de Fuá.

El show cada vez era más complejo: hubo una parte en la que una mujer del público se acostó en el suelo y el payasito malabareó cuchillos por encima de ella. Ninguno se le cayó y todos aplaudieron. La mujer seguía viva. No me quedó muy claro quién fue más valiente. La ignorancia es una virtud desestimada. Al final del espectáculo el condenado payaso me obligó a darle algunas monedas: pasó con el sombrero frente a mí y le dijo a toda la gente que yo no quería poner dinero, así que tuve que poner dinero. El que un payaso te exhiba ante la gente para que des dinero resulta simpático para el público, seguramente es parte de su repertorio. El problema está cuando tienes menos dinero que el payaso y nadie lo sabe. ¿Cuál es el punto de vagar por un lugar público si de todas formas vas a perder dinero? México lindo.

El tiempo siguió pasando y yo paseando perdía el tiempo. Sonaron las campanas de la iglesia. Tal vez haya misa, pensé; y bueno, la misa podrá ser aburrida, pero es gratis y te sales cuando quieres. Dios no es tonto. Decidí dar una vuelta por ahí. Cuando me acerqué lo suficiente me di cuenta de que no era una misa cualquiera, sino una boda. Me quedé en la puerta de la iglesia observando. Después de quince minutos noté que algo malo pasaba: al parecer la novia no llegaba. Poco después entendí que la boda se había cancelado. Luego de muchos murmullos la gente comenzó a irse. Un par de señores estaban muy enojados y casi llegan a los golpes, fuera de eso, la cosa ya no estuvo interesante.

¡La cantidad de cosas que uno piensa y vive cuando sale de su rutina! Aunque, en fin, tal vez he tenido algo de suerte. O tal vez soy muy bueno para perder el tiempo. He sido “vagabundo” durante algunas horas y he visto algunas cosas desde otra perspectiva. Tal vez por eso los linyeras lo hacían, suponiendo que lo hiciesen. El chiste es no tener rutina y que cada día sea diferente. Hasta cierto punto, si no tuvieran esa cara irreverente que los caracteriza pensaría que son hombres sabios. Tal vez lo sean. Tal vez una cosa lleve a la otra, pero no hay que generalizar. Puede que todo sea cuento mío. Además, si cada día es distinto, ¿eso no vuelve todos los días iguales? ¿Si la vida es injusta para todos, acaso no es justa?

Junto a la puerta principal de la iglesia había otra puerta más pequeña. La típica puerta que nadie nota que está ahí. Estaba abierta. Me metí sin pensarlo mucho. El lugar estaba al aire libre y tenía una fuente sin agua justo en medio. ¿Qué pensarán aquellos arquitectos que planearon todas estas fuentes que nunca tienen agua? En una de las cuatro paredes había una banca para sentarse. Decidí sentarme un rato. Casi al instante entró un hombre de traje al recinto, miraba al suelo deprimido. Alzó la cara, vio la banca en la que yo estaba sentado y se sentó junto a mí. Segundos después empezó a llorar.

Qué incómodo, pensé, me largo de aquí. Pero lo pensé mejor. ¿Que no se supone que debo encontrar maneras de perder el tiempo? Entonces le pregunté:

– ¿Eres el novio?

– Lo era, respondió con dificultad.

Lloraba mucho. No era para menos ¿Qué se supone que uno dice en estos casos? Pasaron dos minutos y el tipo se tranquilizó, si es que aquello se podía considerar así. Luego, con voz quebradiza, me preguntó a mí:

– ¿Te han roto el corazón?

Pude responder sinceramente, podría responder sencillamente, o podría responder lo que creo que él querría escuchar. Siempre hay alguien que la está pasando peor que tú, por eso no te debes quejar de tu situación ni de no poder entrar a tu casa los sábados por la mañana. Respondí:

– Pues… no lo sé. Tengo diecisiete años. Yo creo que sí. Y también creo que lo tuyo es peor, quiero decir, no me ha sucedido lo que a ti, pero creo ser capaz de entender…

El tipo se quedó meditando mi respuesta. Yo también me quedé meditando mi respuesta. Luego me dijo:

– Yo la amaba.

– Pues… creo que eso no es nuevo. Amar es común.

– Ni siquiera sé por qué no quiso casarse, no tengo idea de lo que está pasando – respondió, ignorando mi afirmación.

El tipo en verdad se estaba desbordando en mí. La desdicha lo poseía. Hablaba conmigo sin estar presente. En ese momento entraron otros cuatro tipos al lugar y comenzaron a consolarlo. Supuse que serían sus amigos. Aproveché para irme de ahí.

– ¡Suerte! –le dije.

Volví a la plaza. Eran ya las cinco y media de la tarde. ¿Qué hago con 25 pesos? Noté que otro payasito estaba comenzando otro show. Era diferente al anterior. Al parecer cada payaso tiene su horario. La gente se empezó a reunir de nuevo. Gente diferente, claro está. No gracias. Me senté lejos, en una banqueta casi junto a la calle. Segundos después se sentó junto a mí la chica del puesto de periódico, la de los ojos azules ¿De dónde coño salió? Iba vestida distinto. Supuse que vivía cerca. Tuve un poco de envidia, al parecer su día estaba siendo productivo. Ambos veíamos el show del payaso desde lejos. De repente me habló:

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Unas horas, contesté.

– ¿Y por qué?

– Me quedé afuera de mi casa.

– ¿Y cómo vas?

– Mejor de lo que esperaba.

Sonrió y miró a su alrededor, como asegurándose de que nadie la viera.

– ¿Cómo te llamas?, le pregunté.

– Eso no es importante, me respondió.

Seguimos platicando. Le conté sobre el novio abandonado en la iglesia. Era fácil platicar con ella, o tal vez era fácil que yo platicara en esa situación, o tal vez era fácil platicar conmigo. Después de un rato hubo un momento de silencio. Comencé a sentirme tenso. En realidad estaba muy incómodo, pero una mujer puede marcar la diferencia entre sentir tensión o vil incomodidad.

– ¿Quieres un chicle? – me preguntó.

Asentí con la cabeza. En ese momento me plantó un beso. Después siguió hablando como si nada:

– No pude pasártelo, me dio pena – me dijo.

– ¿Qué?

– El chicle, no pude pasártelo…

Nos seguimos besando. Su excusa fue ridícula, pero una mujer también puede marcar ese tipo de diferencias. La cosa subió de nivel. Un policía nos interrumpió y nos pidió que dejáramos de hacer lo que estábamos haciendo.

– Vamos a la iglesia – me dijo.

– ¿Qué?

– Vamos al cuartito ese que me contaste…

Entones fuimos al cuartito ese que le conté. Ya no había nadie. Cerramos la puerta. Nos sentamos sobre el borde de la fuente seca y nos seguimos besando. Un celular sonó segundos después, era el de ella. Contestó. Yo no podía escuchar lo que le decían, sólo la escuchaba a ella:

– ¿Hola? Sí, yo ya estoy aquí. ¿Qué? No, te estoy esperando desde hace una hora… No. Siempre haces lo mismo. No. No… No. ¿Ya estás aquí también? Está bien, te veo donde siempre. Adiós.

– ¿Quién era? –le pregunté.

– Mi galán.

– ¿Qué?

– Ya me voy – dijo apresurada.

– ¿Cómo?

– Ya me voy, eres muy lindo.

– ¿No me quieres dar tu número?

– Eso no importa.

– ¿Qué?

– Adiós.

Se fue. Pensé que si salía detrás de ella me vería patético, entonces asumí mi rol y esperé un momento en el cuartito de las desgracias. Por un momento me sentí agredido, luego afortunado. ¿Y si hubiera sido al revés? ¿Habría sido violencia de mi parte? ¿Habría sido un patán? ¿Debía sentirme bien o mal? Además no sabía nada de ella. Nadie me creería. Pero, ¿por qué me importa?

Salí por segunda vez de ahí, más vacío que la primera vez, o menos lleno. No sabía qué coño. Algo en mí se había llenado mientras algo se vaciaba proporcionalmente. Tal vez eso sea tener 17 años; o tal vez sea la cruda. Caminé al parque por octava o quinta vez. Nadie me creería mi día, no tenía cómo probar nada. ¿Hubiera tomado fotos? ¿Fotos de qué? ¿Soy idiota? Tampoco es que fuera la gran historia, ni la mejor. Siempre hay alguien mejor que tú.

Eran las seis diez de la tarde. Ya no muchas familias, se había ido la señora de los algodones y el sol ya no calentaba. Me pregunté -de nuevo- qué hacer con mis 25 pesos. Pasé por tercera vez junto al mercado. Una señora vendía, entre otras cosas, libretas y plumas.

– ¿Cuánto por la libreta y una pluma?

– 20 pesos.

– Deme la de “Adventure Time”, por favor.

– ¿Cuál?

– La del perro amarillo… Gracias.

Me sobraban cinco pesos. Se los di al primer vagabundo que se me cruzó en el camino. Luego me senté en alguna banqueta lejos de cualquier payaso. Un grupo de jazz empezó a improvisar, o eso parecía. El sol se estaba metiendo y con él un ambiente diferente comenzaba a percibirse en el lugar. Ya no era el ambiente cálido y familiar del sábado por la mañana; los bares ya estaban abiertos y los jóvenes comenzaban a poblarlo todo. Era sábado y los sábados la gente bebe. No sabía si la cruda se me había pasado o era el ambiente lo que me hacía pensar eso. Tal vez una cosa llevara a la otra. Me acomodé donde estaba sentado y saqué mi flamante libreta nueva. Comencé a escribir. Tal vez nadie me crea, pero por lo menos ya tengo un cuento para el blog. Debería perder las llaves más seguido, dejar la rutina, ser linyera.

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2 Comments

  1. Anónimo marzo 23, 2014 at 9:37 pm

    Reitero mis felicitaciones amiguito, siempre es bastante bueno lo que compartes en este blog, enhorabuena y que maravilla que el semestre te permita seguir creando cosas como esta.

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  2. ikerbg octubre 29, 2014 at 7:52 pm

    No sé quién eres pero muchas gracias por tus comentarios 🙂

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