Más allá del acantilado

Del otro lado de la ventana abandonando nuestro refugio de amantes que dejará de serlo, pero todavía lo es y poco a poco lo deja, la marea creciente mojaba las patas del piano que se encontraba en la playa. Nadie sabe cómo llegó ahí, a nadie le importa. Ahí está, es sólo una cosa más que la marea va a limpiar poco a poco hasta consumirlo por completo. Como este mar ha hecho con todos nosotros. 

El piano no es lo único que el azar ha traído a estas costas, pocos días después de la aparición del piano se empezó a escuchar una suave melodía por el pueblo. Nadie se preocupó por la inusual música de fondo que acompañaba sus rutinas, sonaba desde poco antes del amanecer hasta las primeras horas de la madrugada. El silencio que existía en las madrugadas era similar al silencio de un cabaret cuando el pianista subía a su cuarto para descansar unas cuantas horas antes de irse a trabajar de portero en un edificio donde muchos de los clientes, que noches pasadas le habían dado una jugosa propina, entraban a trabajar con cara de sufrimiento causada por una cruda insoportable si no fuera porque ya era parte de la rutina diaria. 

Desde la ventana de una habitación desocupada en mi casa se veía el piano hundido en la arena. Esa habitación había sido olvidada hasta por el tiempo. Incluso a los habitantes se nos había olvidado que ahí estaba detrás de una puerta. No recordábamos que desde su ventana se podía ver la costa, que desde su ventana se filtraba la melodía que inundaba el pueblo. Por eso pasaron días antes que entrara para asomarme a través de la ventana. 

Del otro lado, con los pies desnudos y escondiéndose, a ratos, en la marea, estaba una mujer que nunca había visto en el pueblo. Bajé hasta donde ella estaba. Alejó la mirada de las teclas y me enfocó, era como si estuviera viendo a un desconocido al que se había estado buscando, su mirada estaba llena de esperanza y alegría por lo que había encontrado, pero su cuerpo se encontraba temeroso, curioso de los movimientos que yo pudiera tomar y cauto de los suyos. Después, como si ya no hubiera nada que temer, corrió hacia mí, se dejó caer en mis brazos y empezó a llorar. Cuando el llanto se calmo ella estaba tan tranquila que subió, conmigo, a la casa sin hacer preguntas, sin negarse. Estando arriba hizo todo lo que le ordenaba, como un fiel sirviente. Se bañó, comió y por primera vez dijo alguna palabra: No sé. 

¿Qué no sabes? le pregunté. Creo que nada, me respondió, no sé quién soy, ni dónde estoy. No sé nada. No recuerdo nada, antes de despertarme. Estaba en la arena y la marea me despertó. Estaba asustada, no sabía nada, mi nombre, de dónde venía, dónde estaba, cómo había llegado. No había nada que me diera una pista, estaba sola en la playa. Caminé durante horas sin rumbo, sin encontrar algo. Sólo estaba el mar y la arena. Temí que estuviera varada en una isla vacía. Hasta el horizonte estaba vacío, no se veía ninguna embarcación, las playas que caminé estaban desoladas, en la arena no había huella de seres humanos, sólo de algunos animales pequeños. Caminé y caminé hasta que en la orilla encontré un piano y me senté en el banquillo para descansar un rato. Toqué las teclas, al azar, por la desesperación que eso fuera lo único que había encontrado que tuviera señales de vida: un piano viejo y abandonado, que ya ni el mar lo quería. Después de un rato me percaté que en las teclas que estaba golpeando había una cierta armonía: estaba tocando. durante los días que estuve tocando no vi que más allá del acantilado y de la hojarasca había un sendero que llevaba a tu casa.

Le dije que lo mejor era que descansara, ya había pasado mucho durante su travesía por el pueblo. Yo iría por más comida, que no se tenía que preocupar que conmigo nada le faltaría. En el pueblo nadie comentaba sobre la música de fondo de los últimos días, ni de su repentino cese tan atípico a la rutina que ya se habían formado. Nada sabían, ni del piano, ni de la mujer. Todos funcionaban de manera automática en su rutina, negando, olvidando todo aquello que le fuera ajeno. Supe lo que tenía que hacer, ella iba a ser mi secreto, yo sería el único que supiera de su existencia. Ella sería mi secreto, mi pequeño tesoro traído por la azarosa corriente del mar. 

Los días pasan y la corriente destruye poco a poco el piano, ya no está estático, fijo, sino que se empieza a balancear con la marea. El banquillo ya ha desaparecido por completo. Una noche la corriente decidió que ya era hora de llevárselo. Se fue con la espuma y las estrellas una noche en la que no encontrábamos la luna. Ella también estado desgastándose poco a poco, empezaba a desaparecer. Cada día estaba más pálida y más débil. Ya no quería comer, ya no deseaba escucharme más mientras le leía o le contaba las historias que me inventaba, sobre días más interesantes. Ya no insistía en salir de la casa, ya no se preocupaba por saber qué había más allá de la puerta, como antes no le importaba lo que había más allá del acantilado. Antes porque no sabía, ahora porque no le importaba. 

Yo estaba viendo por la venta el horizonte que esta noche parecía casi infinito. El piano se mecía bruscamente. Si esta noche hay tormenta, el piano no va a sobrevivir hasta mañana. Pensé. Ella estaba en la cama con el mismo camisón blanco con el que la encontré. Ella se estaba quedando dormida y estaba más pálida que el camisón. Al día siguiente el piano ya no estaba ahí, tal como lo había predicho. A mí lado había un camisón lleno de arena blanca, distinta a la perlada de nuestras playas. Nunca más se volvió a escuchar una melodía como la de aquellos primeros días de felicidad. Nadie en el pueblo supo, sabe y nunca sabrá el dolor que sufro llorando a la orilla de la cama de esta habitación antes abandonada como una tumba. 

A. J. T. Fraginals

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