Hoy estoy de nuevo aquí, sentado frente a la computadora con la página en blanco, porque de nuevo no sé escribir. Antes, mi problema era que no sabía cómo escribir, pero sí sabía, a veces, qué escribir. Hoy me enfrento a un nuevo dilema, ya no sé qué escribir. El problema no es que tenga una “crisis de escritor”, primero no sé siquiera si ese tipo de “crisis” exista o si sea una simple excusa para justificar que no han escrito porque no tienen nada que decir, o que simplemente son demasiados flojos como para agarrar un lápiz o una pluma y empezar a escribir en una hoja, en una servilleta, donde sea. Segundo, no sé si yo sea un escritor. A veces escribo. A veces, muy de vez en cuando, escribo algo relativamente bueno, pero no creo que eso me haga un escritor. La verdad, no sé qué haga a alguien ser un escritor. Estoy seguro que hacer unos garabatos que se pueden asemejar a letras, si se les mira desde cierto ángulo y con una intensidad de luz específica, en una superficie, preferiblemente en una hoja de papel, no me hace escritor. Creo que existen algunos reconocidos escritores que no se consideraban a ellos mismos escritores, ni que valiera la pena perder el tiempo leyéndolos. Existió un portugués que no sólo creía que su escritura no era buena, sino que llegó a ser él mismo, o casi él mismo, su más grande crítico. Escribía con un nombre y con otro se criticaba, e incluso con un tercer nombre llegaba a criticar al segundo. No sé qué te puede llegar a hacer un escritor, pero sí sé que yo no lo tengo y que no soy un escritor y que siempre hay algo que decir, pero muchas veces habiendo tantas cosas por decir terminamos diciendo nada. Es por eso que yo no tengo una “crisis de escritor”, pero sí tengo un grave, gravísimo, problema. No sé escribir. Mejor dicho, no sé qué escribir.
No es reciente este problema, ya llevo varias semanas acosándome con la idea que no se me ocurre nada que decir. Caminando por la calle, al ver a las personas pasar, ya no me interesa, ni me importa, imaginarme sus historias. Inventar unos pequeños personajes que van a desaparecer a los cinco minutos de haber sido creados. Ya no me interesa saber qué pensaba la chica de las botas de piel, cuando estaba sentada, casi acostada, como si la vida la hubiera derrotado, en el parque con un cigarrillo en su mano derecha, el cual nunca fumó, sólo estaba allí, entre sus dedos, consumiéndose lentamente. Me fui antes de que el cigarrillo se le cayera de las manos. Antes me hubiera quedado hasta averiguar qué marca de cigarrillos fumaba y saber si existía la posibilidad de que al siguiente sí le diera una calada, aunque fuera sólo una. Me fui, porque eso ya no me importaba, porque ya no tenía nada que decir sobre ella. No tenía nada que decir sobre cualquier otra.
Hace pocos días escuché a una mujer decir que el problema con las musas es que lo son aún en contra de su voluntad. Y tiene razón, uno nunca se acerca a una mujer y le dice: Mira, eres perfecta para habitar ese cuarto oscuro y desordenado que llamo imaginación, qué te parece si te das una vuelta por eso de las ocho de las noche para que te escriba algo. Eso no sucede. Y creo que muchas musas no saben siquiera que son musas, y mucho menos saben todo lo que se ha pintado o escrito en su nombre, con su rostro reflejado en la pupila de un hombre con un lápiz o un pincel en mano. Pero hay algo que aquella mujer que estaba hablando sobre las musas no dijo, y estoy seguro que no lo sabe, es que las musas pueden dejar de serlo aún en contra de la voluntad del artista. Las musas pueden irse sin previo aviso, abandonarnos en medio de un cuento. Dejarnos solos, a la intemperie, sin palabras, sin nada que decir. Creo que eso es lo que me pasó, desde hace varias semanas. En este momento no sé qué decir, y creo que ya sé porqué. Estoy solo. Mi musa me ha abandonado.
Las musas llegan sin avisar, pero también de la misma forma se van. El problema es que cuando llegan no les importa si ya existía alguna otra musa, simplemente llegan y la destronan. Porque no coleccionamos musas, sólo hay una, las demás sólo son memorias de lo que alguna vez fueron. Pero también cuando se van, no les importa si ya existe alguna otra, es decir, no esperan a ser desterradas, simplemente se van, dejando un puesto vacante en nuestra imaginación. Y nuestras bocas vacías de palabras, incapaces de encontrar la forma de decir, porque siempre hay algo que decir, pero no siempre hay las palabras para hacerlo.
¿Alguna vez se han preguntado cómo ha llegado alguien a ser su musa? Porque nadie puede vivir sin una musa, siempre las tenemos. Es casi necesario para un hombre. Sin una musa estamos estancados en el mundo real y a nadie le gusta el mundo real. Amamos los escapes. Por eso existe el alcohol, las drogas, el sexo, los libros, las películas, la música, la comida. Todos ellos, en cierta medida, son simples escapes que tomamos. Y la musas son nuestros escapes favoritos. Dejar de vivir el mundo para empezar a pensar en ellas. Para vivir el mundo donde ellas son las protagonistas: todo gira a su alrededor. No existen calles a menos que ellas las recorran. No existen cafés a menos que ellas se sienten en ellos con un libro en la mano. No existe nada si ellas no quieren que exista. El mundo de ellas es el mundo en el que gira nuestra imaginación. Todo lo que queremos decir, es dicho a través de sus rojos labios. Amamos escaparnos, y no hay mejor forma de hacerlo que de la mano de aquella mujer que nos roba el sueño, aquella mujer cuyo nombre ignoramos, y hemos decidido llamar: musa.
No sé cuándo ella, la última, se convirtió en mi musa, pero sí sé cuándo apareció por primera vez en mi vida.
Era un día estúpidamente caliente, de esos días en los que no se puede ver a la otra calle sin que empecemos a hacerlo de forma borrosa. Yo llevaba La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, porque sabía que el profesor siempre llegaba tarde y no tenía ánimos para platicar con alguien. Me senté en la tercera fila, pegado a la pared, del lado opuesto a la puerta. Por alguna extraña razón podía ver perfectamente quien entraba y quien salía del salón. Me puse a leer, no me importaba para nada conocer el tránsito de los alumnos. Pasaron las hojas y los minutos, el lugar seguía siendo gobernado por la anarquía que invade a los jóvenes cuando no hay ninguna autoridad. Pasaron unas cuantas hojas más y decidí ver la hora. Marqué la página del libro donde me había quedado, miré mi reloj y me di cuenta que, exactamente como lo había sospechado, el profesor estaba más atrasado que de costumbre, pero no lo suficiente como para poderme ir del salón. Decidí dar un pequeño vistazo al tránsito de la entrada, siempre que aumenta significa que el profesor ya viene en camino o que ya nos podemos ir. El sol se había colocado en la posición exacta para que me fuera imposible ver más allá de la puerta. Era un brillo curioso, del marco hacia afuera era imposible ver, o siquiera mantener la vista, del marco hacia dentro se podía ver con toda claridad. Casi como si fueran dos mundos separados por una puerta en llamas. El brillo empezó a opacarse y de la puerta en llamas surgió una mujer. Jamás había visto mujer tan bella, la cubrían las llamas de la puerta y ella, como si nada, caminaba con paso frío hacia el salón. Nadie se percato de su presencia, ni de cómo había traspasado dos mundos. Porque esa belleza no podía pertenecer a éste ni a otro mundo, solamente a los dos. Siguió caminando hasta estar frente al salón, se detuvo un momento y con su mirada buscó un lugar vacío donde se pudiera sentar. Durante todo su proceso no pude dejar de verla, simplemente me cautivó.
Terminó su búsqueda y empezó a caminar hacia donde yo estaba. No podía dejar de verla, me importaba poco que ella encontrara mi mirada y descubriera que descaradamente me había enamorado de ella. Se detuvo a tres pasos de donde yo estaba. Se dio la vuelta, por fin pude verla completamente. Ver todos y cada uno de los rincones que escondía su cuerpo. Se sentó en la silla frente de mí. Nunca se percató que la miraba intensamente.
Sí, desde ese momento supe que me había enamorado de una mujer, que tiempo después me enteraría que se llamaba Julieta, pero en ese momento no nació ninguna musa. Nacieron muchas cosas, pero no una musa. La musa nacería año y medio después. En otra ciudad, sin vernos, simplemente leyéndonos. Ahí nació la musa, no sé bien el momento específico, pero sé que ahí nació. No sé cuándo murió. No fue hace mucho, porque todavía he podido escribir alguna que otra cosa. Pero en las últimas semanas no lo he podido hacer. He tratado, pero simplemente no se me ha ocurrido qué decir. Ese es el problema, estoy seguro que mi musa me ha abandonado. No sé cuándo, ni por qué, ni con qué motivo, pero me ha abandonado. Me he quedado solo. Sin boca que diga todas las palabras que quiero pronunciar. Estoy solo, sin una musa.
Creo que una mujer ha doblado en la esquina y ha entrado en el café que está en esa calle. Tal vez tenga que entrar ahí. Tal vez.
A. J. T. Fraginals