Premoniciones.

Aún no terminaba su taza de café. Movía la cuchara una y otra vez, intentando que los restos de azúcar al fondo se mezclaran con el ya frío líquido negro. Mientras con la mano derecha mezclaba, su mano izquierda sostenía un cigarro recién prendido, manchado de rojo en el filtro y con un sabor amargo que le recordaba a su padre. Él no fumaba pero siempre hacía comentarios en contra de las personas que si lo hacían.

Ella tenía quince años cuando entró a la habitación de sus padres y los encontró llorando, acostados uno frente al otro. Pensó en decir algo pero hizo lo posible por no darse a notar y salió de casa. Nunca había visto llorar a su padre, y la manera en que lo hacía esa tarde era más que conmovedora. Para una niña de su edad, iba más allá de su entendimiento. Caminó por un par de horas por la unidad habitacional a la que pertenecía su departamento, se encontró con un par de amigos, los ignoró cuando la invitaron a jugar. Cuando regresó a casa vio a su padre en la mesa del comedor, fumando un cigarro. Su madre se encontraba acostada en el sillón, también fumando.

«¿Qué pasa?», preguntó la niña, con los ojos llorosos, sospechando que algo iba mal. Su padre la volteó a ver y abrió los brazos, en espera de que ella se acercara. Ella corrió y lo abrazó de manera incomprensiblemente fuerte. «¿Qué pasa?», volvió a preguntar.

“Ernesto», dijo su padre. Eloisa no entendió. Corrió escaleras arriba al cuarto de su hermano. «¿Dónde está Ernesto?”, gritó. “¿Dónde está mi hermano?»

Bajó y comenzó a dar pequeños golpes en las piernas de su madre. «¿Donde está, mamá? ¿Por qué no ha regresado? ¿Dónde está Ernesto, mamá?» La madre de Eloisa rompió en llanto.

El olor a quemado la despertó. El cigarro que tenía en la mano había caído a la alfombra del hotel donde se hospedaba. Un hoyo cada vez más grande se abría ante los ojos de Eloisa. Con el pie descalzo intentó apagarlo, pero lo único que logró fue quemarse y esparcir las cenizas prendidas a otras partes del suelo. Tomó la taza donde aún había café y comenzó a golpear la alfombra, en espera de que la cerámica pudiera apagar el fuego. “Pendeja», pensó, y derramó el café sobre el hoyo que cada vez se hacía más grande. Cuando por fin se apagó del todo, Eloisa se dejó caer en el suelo. Puso las manos sobre sus ojos y tarareó una canción que le recordaba a las mañanas de su infancia desayunando a un lado de su hermano, aventándole pedazos de salchicha y sacándole la lengua. Lloró hasta que se quedó dormida.

«¡Ernesto!”, gritó Eloisa, y su hermano salió del baño. Se le quedó viendo extrañado, y alzando la voz que apenas se le comenzaba a desarrollar, dijo “¡¿Qué?!”.

En la mesa de la cocina, el pequeño Ernesto jugaba con su plato de cereal mientras Eloisa no se cansaba de verlo. Le sacó la lengua y lo abrazó. “¿Y ahora a ti qué te pasa?”, le preguntó su hermano, intentando escapar de la asfixiante muestra de cariño. Eloisa volteó a ver a sus padres, que ya llevaban un rato mirándola extrañados. Regresó la mirada a Ernesto y le susurró en el oído: “Prométeme que nunca vas a prender un cigarro”.

(Visited 1 times, 1 visits today)

Leave A Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *