Pseudo

El vecino de junto me invitó a una carne asada que realizaría en el jardín de su casa. Era un caluroso sábado de junio. Me levanté de la cama, me bañé, me arreglé un poco la barba y me dispuse a hacer los preparativos para asistir al evento. Tomé un par de botellas de vino que tenía guardadas y partí.

Crucé el jardín de mi casa y en tan sólo unos segundos ya estaba dentro del jardín de Carlos. Aún habían pocas personas, pues estaba llegando algo temprano. Me agradeció haber llevado las botellas de vino y me ofreció un vaso de whiskey con hielos y un poco de agua mineral, el cual, amablemente, acepté. Tras un par de tragos y chistes sobre fútbol comenzamos a preparar el asador; colocamos el carbón y lo encendimos.

Alrededor de las 4 de la tarde comenzamos a despachar los cortes. Había bife, lomo, arrachera y un poco de ensalada que alguno de los invitados más había llevado. Carlos me presentó a un par de sus amigos que también disfrutaban beber y discutimos un largo rato sobre las novedades de la situación general del país.

“Eh, Ro, no te conté que va a venir la vecina de la casa de en frente”- me dijo Carlos-. “Ya verás lo guapa que es”. No le di importancia a esto y me serví un par de tragos más. El día era perfecto: el sol resplandecía pero el calor era tolerable, los vasos de whiskey seguían llegando hasta mis manos y las botellas de vino caían completamente vacías.

Cuando todos los invitados habían comido, tomé asiento junto a Carlos para acompañarlo a comer lo que había quedado del banquete. En ese momento llegó una mujer por la parte frontal del jardín. Vestía shorts y una blusa de tirantes, los cuales permitían admirar una piel y figura estéticamente perfectas. Tenía el cabello negro ondulado, los ojos de color verde y la nariz un poco afilada. Mientras se acercaba comenzó a sonreír y pareció que el mismo tiempo se detuvo para suspirar. Llegó hasta donde estábamos sentados y se presentó.

“Hola, Carlos, mil gracias por la invitación”. “No, de nada, Helena. Qué bueno que lo lograste. ¿Quieres algo de comer?”. “No, gracias, ya comí”. “¿Algo de tomar?”. “Eso estaría bien”. “Perfecto. Ro –dijo, señalándome- puede servirte lo que quieras. Hay whiskey, vino, vodka…”. “No te preocupes, yo veo qué me sirvo”. Y se fue.

En el resto de la tarde no pude concentrarme en otra cosa que no fuera en ella y en la forma en la que se marcaban un par de hoyitos en sus mejillas cada vez que sonreía. Un par de veces me intenté acercar a ella pero, por razones ajenas a mi voluntad, nunca tuve éxito. En un momento de la tarde los whiskeys y los breves pero sorprendentemente mortales shots de tequila ya habían sido demasiados, por lo que me despedí de Carlos y regresé a casa a vomitar un poco en el bote de basura y dormir pegado a la ventana cuya vista daba directo a casa de Helena.

A partir de ese día no pude sacarme a Helena de la cabeza. Desde que despertaba hasta que dormía todos mis pensamientos giraban en torno a ella. Hasta antes del evento de Carlos, nunca antes la había visto (o al menos no me había fijado) y, debido a esta repentina pero intensa obsesión, ahora lo lamentaba muchísimo.

Poco a poco fui generando una enorme fascinación por ella. Pasaba días enteros pegado al ventanal frontal de la casa esperando verla cruzar el jardín que nos separaba; esperando poder verla sonreír cada vez que la veía llegar a su casa.

Me dedicaba a soñar despierto. Soñaba, por ejemplo, que volvía a hablar con ella. Que nuestros gustos coincidían en los asuntos esenciales, y se contrariaban en lo necesario. Soñaba que pasábamos noches enteras tomando mate y hablando de literatura, o con fines de semana llenos de eternas sonrisas. Soñaba con todos los poemas que podría escribirle sobre la piel cada vez que termináramos de hacer el amor. Soñaba, también, con poder contar las pecas de su espalda mientras ella me hablaba sobre su día; sobre su vida; sobre todas aquellas cosas que la hicieran mantenerse despierta; sobre las razones que hicieran que se levante de la cama día a día.

Fue así como la curiosidad se convirtió en una fascinación, y esta en una especie de amor obsesivo que permeó la totalidad de mi existencia. Comencé a estar seguro de amarla. La amaba como el niño que ama lo inalcanzable. La amaba siendo un completo palurdo irracional que no esperaba nada más de ella que un simple acercamiento; un simple atisbo de que estaba, al menos, al tanto de mi existencia. Una muestra de que Helena sabía que yo respiraba por ella.

Me convertí en ese idiota que escribía poemas para una mujer que ignoraba esta situación completamente. Pero, de cualquier forma, e independientemente del resultado, eso me llenaba. Se trataba del amor de un pobre iluso cuya única esperanza era obtener material que le sirviera como un recurso literario más.

Fue así como me di cuenta de que la miraba por la ventana sin la intención de algún día bajar a hablar con ella e invitarla a un café e intentar conocerla, sino que parecía que mi ingenuidad se conformaba con la nada absoluta.

Pero, como siempre (y por suerte), las cosas cambian inesperadamente.

Un martes de octubre, al atardecer, la vi llegar a su casa. Se bajó del taxi con un montón de bolsas de supermercado, pero algo la impedía abrir la puerta de su casa para entrar. La observé buscar las llaves en su bolsa de mano durante un poco más de media hora, hasta que se rindió y cruzó a la casa de Carlos. Tocó las veces suficientes hasta darse cuenta de que él no se encontraba en casa. A continuación, el azar decidió que fuera a mi puerta a tocar el timbre.

Esperé a que volviera a tocar y entonces bajé a abrir. Cuando abrí completamente la puerta y la vi, sentí cómo todo desaparecía alrededor de nosotros. Ella también se quedó callada mirándome, aunque en realidad no sé cuánto tiempo pasó mientras nos quedamos viendo. De pronto, las palabras finalmente resbalaron de mi boca.

<<Hola>> <<Ah, hola, vecino. ¿Cómo estás?>> <<Muy bien, ¿y tú?>> <<Súper, gracias. Hmmmmm>> <<¿¿Sí??>> <<Me da mucha pena>> <<Dime>> <<Olvidé las llaves de mi casa, o las perdí, no sé>> <<¿Quieres usar mi teléfono?>> <<Por favor… Necesito hablar a un cerrajero que me abra la puerta>> <<Claro, no te preocupes>>.

Estaba sudando un poco, pero creo que ella no se dio cuenta. Helena era de esa gente que puede sonreír mientras habla, y eso me tenía completamente cautivado. Descubrí que tenía un pequeño lunar junto a la boca que la hacía aún más perfecta (como si la perfección fuera cosa de grados). Hizo la llamada, la acompañé a esperar al cerrajero, evitamos los silencios incómodos con pláticas cotidianas, y cuando pudo entrar a su casa, yo regresé a la mía.

Pensé que este encuentro permitiría que me desapegara poco a poco de ella y el absurdo enamoramiento del que era víctima, pero la vida tiene la mala costumbre de complicarse conforme pasa el tiempo. El día siguiente vino a tocar el timbre de mi casa alrededor de las 6 PM. Venía con una botella de vino y decía que quería agradecerme. Yo le dije que no tenía que molestarse, que hice lo mínimo que podía hacer. Deje que insistiera un poco, porque en realidad me daba pena y estaba un poco nervioso, pero finalmente la dejé pasar.

Nos sentamos en mi sala y comenzamos a llevar a cabo el siempre desgastante ejercicio de llenar y vaciar copas de vino. La velada giro en torno al pasado de cada uno; de dónde veníamos y por qué éramos quienes éramos en aquel entonces. Intentamos entender las circunstancias que nos habían llevado a cada uno a estar sentados en ese sillón; platicamos sobre las posibilidades de que hayamos coincidido en ese punto exacto de la historia de la humanidad. Cuando se acabó la botella abrimos otro par y me contó todo sobre sus esperanzas y sus miedos; sus metas, sus éxitos y sus más grandes fracasos.

A medianoche me dijo que tenía que volver a casa puesto que al día siguiente madrugaba. De igual forma, me pidió que la ayudara a llegar hasta la puerta de su casa pues se encontraba algo mareada por el vino.

Sin dudarlo la tomé de la cintura y dejé que se apoyara en mí hasta llegar a su puerta. “Qué bien la pasamos” – me dijo. “Lo sé”. “Ojalá se repita pronto”. “Claro, mientras haya vino”. Rió, se acercó a darme un breve y frágil beso en los labios, y entro – tropezándose – a su casa.

A partir de esa noche la obsesión comenzó a convertirse en realidad y empezamos el espontáneo ritual de frecuentarnos. Creo que, poco a poco, ella también se enamoró de mí. Con el paso del tiempo comenzó a volverse más y más bella, y el amor también crecía de una forma acelerada. Dejé de amarla como el niño estúpido que cree en lo inalcanzable, para comenzar a amarla de la forma en que ella lo necesitaba.

Nuestras vidas tomaron el rumbo que nosotros creíamos que debían tener. El transcurso de los días se convirtió en el recorrido de un gran camino que realizábamos tomados de la mano. Cada uno estaba junto al otro para entregar la totalidad de su existencia para la felicidad del otro. Amaba a ella y a todas y cada una de las circunstancias que nos hacían ser quienes éramos en aquel entonces.

Pero todo volvió a cambiar tras el sueño que tuve en una noche de abril. En mi sueño, nos encontrábamos caminando juntos en un claro repleto de oscuros árboles y grandes arbustos. Ella se reía y jugaba conmigo mientras recorríamos el sendero sobre el que nos encontrábamos. Sin embargo, de pronto entrábamos en un túnel hecho con ramas de árboles. Dentro de este túnel la temperatura bajaba muchísimo y la oscuridad cubría todo. En el sueño pude sentir cómo ella se paraba junto a mí y me tomaba del brazo, pues tenía mucho miedo. De pronto, una mano salió de la oscuridad y comenzó a arrebatármela. Forcejeamos largo tiempo, pues yo no estaba dispuesto a soltarla. Sin embargo, al final perdí la batalla. Mi última visión del sueño fue la cara de decepción de Helena al ver que pudieron apartarme de ella.

Desperté sudando y vi que ella aún dormía. Comencé a pensar que algún día podía perderla, y eso sería lo peor que me podría pasar. Enloquecí. Empecé a comerme las uñas (cosa que yo nunca hacía). Baje por un par de tragos de vino, pero nada podía calmarme. No podía siquiera pensar en que podría tener que vivir sin ella si algún día nos apartábamos.

Entonces tuve una idea. Si ella se quedaba siempre dentro de casa, nunca se iría de mi lado. Pero tenía que idear un plan para obligarla a hacerlo, pues era probable que ella no estuviera de acuerdo. Tomé un lazo que tenía guardado en la caja de herramientas y subí de vuelta al cuarto.

Cuando abrí la puerta, ella no se encontraba en la cama. Sin embargo, ninguna ventana se encontraba abierta, y no había forma de que haya salido por la puerta. La busqué por toda la casa, volteando todos los muebles y examinando todos y cada uno de los rincones. Tuve que pasar la noche en vela, pensando en dónde podría estar.

En algún momento caí dormido en un sillón junto a la ventana cuya vista daba directo a casa de Helena. El timbre del teléfono me despertó alrededor del medio día. Corrí a contestar pensando que podría ser Helena, pero era Carlos.

“Hola, Ro”. “¿Carlos? ¿Cómo estás?”. “¿Bien y tú?”. “Pues estoy”. “Qué mal – me respondió-, quería invitarte a que vinieras a tomar unas chelas para curarnos la cruda por los whiskeys de la comida de ayer”.

– ¿Va a ir Helena?

– ¿Quién es Helena?

– La vecina de enfrente.

– Ah, no creo.

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