– Vete a la mierda.
– ¿Por qué no mejor te vas tú?
Y se fue.
Todo lo que quedó en el cuarto fue el silencio y esos ligeros dejos de suspiros y despedidas que las rupturas dejan flotando. Uno nunca se acostumbra a esto, ya que cada despedida siempre es distinta. O tal vez es uno el que se esfuerza porque cada una lo sea. No lo sé. Borges diría que todas las despedidas son la misma, y que en realidad lo que acaba de pasar en el pequeño cuarto en el que me encuentro es tan sólo un suceso que yo guardaré en mis recuerdos bajo la eterna etiqueta de “despedida” y ya. No importa. El punto es que María se fue a la mierda y eso es todo.
Yo me encontraba en el cuarto del pequeño departamento en el que vivía. Un departamento que alquilaba por unos pesos y que sólo tenía un baño, una cocina, mi cuarto y un escritorio en el que me siento a jugar a que escribo. Fui a la cocina y saqué una cerveza del refrigerador, porque ahora que estaba soltero debía retomar el típico estilo de vida de la soltería. Siempre me han gustado los clichés. Me la bebí y de pronto ya me había tomado tres cervezas y empezaba con el vodka.
No tenía ganas de deprimirme y aventarme a sentir mi existencia resbalarse por los poros de mi piel mientras perdía el tiempo viendo la televisión o algo, por lo que me dirigí a mi escritorio y me senté con el objetivo de escribir, porque escribir nunca es perder el tiempo y de algo hay que morir.
Cuando me propongo a escribir me gusta empezar a jugar con las palabras o dibujando cualquier tontería. Tal vez alguien dirá que esto es un método raro para un escritor, pero es que yo no soy ningún escritor y no sé cuál sea la convención sobre el método para empezar a escribir. Así que empecé a escribir las palabras que se me ocurrían: existencia, asco, soledad, vodka, vodka, vodka… Me serví otro vodka y me di cuenta de que esto me estaba aburriendo. De pronto recordé que hace un par de días Eric me contó sobre su afición hacia los palíndromos, así que se me ocurrió jugar un rato con ellos. Recordé el palíndromo con el que Cortázar empieza “Lejana” que, si la memoria no me falla, va algo así como <<Átale, demoníaco Caín, o me delata>>. Escribí un par más que me costó trabajo ingeniar, me frustré, me acabé el vodka y acabé inconciente en el suelo de mi pequeño departamento.
Sin María, pero con dos palíndromos nuevos y una botella de vodka vacía.
* * *
A la quinta noche decidí que era hora de salir del edificio donde se encontraba mi departamento. Caminé unas dos cuadras hacia el sur y creí interesante meterme en el primer café que encontrara. Siempre es bueno entrar a un café: uno puede escuchar pláticas ajenas sobre lo hermosa o trágica que es la vida de los demás, y si se esfuerza un poco más y cuenta con la mala suerte necesaria, puede encontrar de esos pretenciosos asquerosos que merodean por todos lados desde hace ya algún tiempo. A mí me gusta venir a los cafés porque yo suelo escribir mis cuentos de las historias que escucho de la demás gente. Claro que siempre agrego bastante ficción a la trama, además de uno que otro de mis fantasmas internos. Es divertido proyectarse en los cuentos, y más si uno aprende a sacar provecho de esto.
Decidí entrar en el café “La Selva”. Fui a la barra, pedí una jarra de té verde y me acomodé en una sencilla y cómoda silla frente a una mesa redonda con un cenicero que parecía esperar a que la ceniza de mis cigarros fuera depositada en él. Miré alrededor. El lugar era bastante chico: en el interior estaba la barra para pedir bebidas, atendida por una mujer medianamente guapa y singularmente agradable, frente a la barra habían 4 mesas y al fondo estaba el baño. La terraza, donde me encontraba, era más espaciosa. Habían 2 hileras de 3 mesas cada una, que eran resguardadas por un techo de madera y una curiosa reja de unos 120 centímetros que seguro existía para que los niños no salieran de la terraza. Yo me encontraba en la última mesa de la segunda hilera, dando la espalda a la reja y observando. En el café sólo había una pareja en la parte de adentro que disfrutaba de una efímera plática y los alfajores que vendían en el lugar. Yo era el único cliente sentado afuera y eso me gustaba.
Empecé a pensar en María. Es increíble lo banal que puede resultar todo. Uno conoce a alguien, se gustan, se besan, se enamoran, se escriben poemas en la piel del otro y de repente ¡pum! cortan y en 5 días ya no sabe nada uno del otro y se convierten en extraños que se conocen muy íntimamente. Después de unas botellas de vodka y una introspección autodestructiva ambos se olvidan y uno acaba sentado en éste café pensando en cosas que ya quedaron atrás.
Debería de haber traído alcohol para echarle al té –pensé.
Lo mejor era escribir, porque escribiendo es como uno cree escaparse de la realidad. Esto se hace escupiendo nuestros fantasmas sobre superficies que son cubiertas con esas letras que son tan nuestras y tan desagradables. Pedí una pluma a la mesera medio-guapa y, si tenía, hojas en blanco. Me regaló una sonrisa y me prestó lo que le pedí.
Al llegar a mi lugar vi que el té ya se había acabado pero no planeaba dar dos vueltas a la barra en un lapso tan corto, por lo que la bebida podía esperar. Tomé las hojas en blanco y no pude evitar soltar una pequeña risa cuando vi que la mesera medio-guapa había anotado su número de teléfono en ellas junto con una pequeña e inocente frase que no reproduciré en éstas líneas por respeto a la privacidad de tan ingenua persona. Guardé la hoja con el teléfono en mi bolsa, porque nunca se sabe cuándo uno puede necesitar de una mujer, y me dispuse a jugar un rato.
El juego consistía en escribir una frase que funcionara como una premisa principal y de ella formular una serie de frases secundarias que se derivaran lógicamente de ella y que fueran, en la medida de lo posible, muy parecidas. Las únicas reglas son que sólo se puede cambiar una palabra, y que se pueden agregar los signos gramaticales y acentos que se requieran. Teniendo todo listo, recordé una frase que había leído unos días antes, y la escribí como la premisa principal.
Ya sabes que sin té no puedo escribir.
Derivar otras frases de ella iba a ser fácil y divertido. Rápidamente me vinieron algunas frases a la cabeza, y las apunté.
Ya sabes que sin ti no puedo escribir.
Ya sabes que sin vos no puedo escribir.
Ya sabes que sin voz no puedo escribir.
Y así uno puede seguir escribiendo frases, y ver qué tan creativo puede ser en el momento. En realidad, el único objetivo es perder el tiempo y distraerse un poco. Seguí escribiendo algunas:
¡Ya! Sabes que sin ti no puedo escribir.
Ya sabes que sentí, no puedo escribir.
¿Ya sabes qué sentí? No puedo escribir.
Me dispuse a fumar. Levanté la vista mientras buscaba los Lucky guardados en la bolsa de mi saco y noté que una mujer se había sentado en la mesa que estaba junto a la mía, y que me miraba fijamente. Me le quedé viendo y aún así no apartó la vista, cosa que se me hizo extraña. No podía verla muy bien debido a la luz tenue del lugar, pero tenía el pelo muy largo y más negro que las plumas de un cuervo. Me costaba trabajo notar las facciones de su cara, pero pude dar cuenta de que tenía dos grandes ojos negros. Su piel era de un blanco sublime, era delgada y venía totalmente vestida de negro. Y no apartaba su vista del lugar donde yo estaba.
Era una situación extraña, pero después de un rato uno se acostumbra. Fumé un par de cigarros, escribí tres poemas bastante malos y me dispuse a irme. Cuando salía del café, noté que la mujer vestida de negro venía detrás de mí. Me puse nervioso. Caminé unos metros en la dirección contraria a mi departamento, y vi que me seguía. Crucé al otro lado de la calle, y ella también lo hizo. Di media vuelta y me acerqué a ella.
– Hola, ¿en qué puedo ayudarla? – le pregunté.
No tuve respuesta.
– ¿Está usted bien? ¿Por qué me sigue?
Ni se movía. Tenía su vista fija en mí, y eso era todo. Bajo la luz de las farolas que alumbraban la calle pude verla mejor. Su pelo negrísimo era muy largo, sus ojos eran más negros de lo que pensaba y su piel era de un blanco casi irreal. Era hermosa. Sentí una de esas estúpidas punzadas que uno siente cuando le gusta alguien. Y también tenía miedo. Un miedo natural, casi instintivo, que me obligó a apartarme y comenzar a caminar hacia mi departamento. Noté que dio media vuelta y me seguía, y no dejaba de mirarme. Comencé a caminar más rápido. Ella también lo hizo. Corrí, y dejé de voltear hacia atrás. Llegué a mi departamento, me metí rapidísimo, puse la llave y la cadena y me quedé sentado. Estaba seguro de que ella me había seguido hasta aquí, y de que tal vez estaría afuera. Esperando.
Después de estar tres horas sentado, en un estado de alerta ante cualquier sonido que se pudiera escuchar, decidí que era hora de dormir. Saqué las últimas dos botellas de vino que tenía, me las tomé y caí.
* * *
Me levanté con una de las peores crudas de mi vida. Me preparé uno de esos sueros que la gente suele prepararse para éstas situaciones y me tome un par de pastillas. Me sentía bastante bien, por lo que decidí que era un buen día para salir a tomar un paseo. Salí de mi casa con la esperanza de que la extraña mujer no estuviera ahí, y me agradó ver que estaba en lo correcto.
El metro estaba a unas cuantas cuadras de mi casa, por lo que decidí que caminar era la mejor opción. Pasé por delante del café del día anterior, y se me ocurrió pasar a saludar a la mesera medio-guapa. El café estaba vacío y ella estaba particularmente feliz de verme. Nos besamos un poco, me acordé de la extraña mujer de negro y decidí que era mejor irme. Le dije que nos veríamos pronto. Ella me respondió que eso esperaba, y me dio un último beso. Su nombre era Daniela.
Llegando al metro vi que había una banda de rock tocando en la zona donde se espera a que llegue el tren. Me pareció bastante agradable y disfruté de su música un rato. Tocaron un par de covers de los Stones y les dejé un billete en un sombrero que estaba tirado con el fin de ser un contenedor-de-propinas. Finalmente llegó el tren y me subí al antepenúltimo vagón, que suele ser el más vacío. Mientras se cerraban las puertas vi que una mujer corría para entrar, pero no lo logró y las puertas se le cerraron justo en su cara cubierta por su espeso pelo negro. Se lo apartó de la cara y vi que era la mujer del día anterior, y no dejó de mirarme hasta que el tren partió.
* * *
El miedo era insoportable. Era absurdo. ¿Qué quería ella de mí? Estuve tres días encerrado en mi casa, hundiéndome en la locura. La angustia y el miedo me absorbían. A la tercera noche decidí salir por alcohol, porque de alguna manera tenía que combatir esto. Salí corriendo de mi departamento, compré 3 botellas de vodka, una de whiskey y algunas cervezas, y regresé a toda velocidad. Me senté en mi escritorio, y antes de abrir la primer botella de vodka me acordé de Daniela. Decidí que quería verla, y que tal vez con el absurdo de su presencia podía combatir el absurdo de lo que me estaba pasando. Busqué la hoja donde tenía apuntado su teléfono, le marqué, y me dijo que llegaría a mi casa después del trabajo.
Tan sólo pasaron dos horas y sonó el timbre de mi casa. Abrí la puerta y ahí estaba Daniela. Ahora me parecía mucho más guapa. Ella era de esas morenas con el pelo castaño y ojos verdes, y una piel que tenía un lunar por aquí y otro por allá, pequeño detalle que la volvía interesante.
Nos sentamos los dos en mi escritorio, porque era el único lugar en el que podíamos estar cómodos los dos. (Además de la cama, claro). Bebimos las cervezas y la pasamos bastante bien. Era una mujer divertida y poco a poco me iba gustando más. De las cervezas pasamos al vodka, y tras el segundo vodka pude sentir como sus piernas se cruzaban con las mías. Lentamente la tome de las manos, la miré fijamente en ese mar verde que ella tenía por ojos y la besé. Y todo explotó.
Estoy seguro de que si la vida tiene un sabor, fue ese el que encontré en la boca de Daniela. Y si la vida tiene varios sabores, seguramente estarían ahí dentro también. Cuando terminó el beso la abracé y le besé la frente. Tomamos un poco más y nos volvimos a besar. Por inercia acabamos desnudos en mi cuarto y tuvimos sexo con ese virtuosismo que tienen dos personas que se conocen poco pero que ya empiezan a quererse.
Cuando Daniela se despertó todavía no amanecía, pero me dijo que ya tenía que irse a su casa por no sé qué compromiso. La acompañé hasta la puerta de mi departamento y me despedí de ella con un último beso. Se fue y me senté en mi escritorio para fumarme un Lucky antes de volver a dormir, cuando alguien tocó la puerta.
– ¿Quién es? – grité. No estaba dispuesto a pararme y mirar por la puerta para ver quién era.
Nada.
– Daniela, no es chistoso, ¿qué pasó?
Me paré y abrí la puerta. Sentí de nuevo una de esas horribles punzadas, y empecé a sudar frío. Era la extraña mujer de negro. Me miraba, y sonreía.
– ¿En qué le puedo ayudar, señorita? – dije, tartamudeando.
Me tomó la mano derecha, se acercó a mí y me besó. Fue un beso largo y con mucha saliva de por medio. Tal vez besaba mejor que Daniela, pero no sabía a la vida. En realidad, no sabía a nada. Justo al terminar de besarme, me mordió el labio inferior con tal fuerza que me abrió una pequeña herida que empezó a sangrar.
Se apartó de mí, se limpió de mi sangre la boca, y fue la primera vez que la escuché hablar.
– Mi nombre es Ligeia.
Y se fue.
* * *
¿Nunca te ha pasado que te despiertas con una terrible sensación de asco? Bueno, pues a mí me pasó así al día siguiente. Cuando desperté, no sabía qué pensar. Estaba agotado. La vida era una mierda que no valía la pena ser vivida.
Decidí distraerme yendo a visitar a mis padres, y eso me tomó todo el día. Fue una divertida tarde con esos señores, viendo ganar a mis Pats y sabiendo que todos estaban bien. Antes de irme, recibí una llamada del número de Daniela a mi celular. Me dijo que estaba en mi casa esperándome para ver si podíamos superar lo que habíamos hecho anoche, y eso me animó mucho. Le pregunté que cómo había conseguido la llave de mi casa, y me dijo que ese era un detalle menor que me explicaría después.
Tomé el metro y llegué a mi casa. Por primera vez en la vida toqué el timbre de ese departamento, y escuche que una voz de adentro me dijo “adelante”. Entré y vi la perfecta figura de Daniela sentada frente a mi escritorio, dándome la espalda.
– Hola, guapa – le dije.
No respondió.
Me acerqué, le di la vuelta a la silla y vi que Daniela estaba muerta. Tenía marcas en el cuello que me daban a creer que la habían ahorcado. No lloré. No grité. No sentí nada. Me quedé parado, inmóvil. Saqué un Lucky y lo prendí.
De mi cuarto salió una mujer hermosísima, con el pelo largo y negro, y unos ojos grandes que me miraban fijamente desde la omnisciente oscuridad. Sólo estaba vestida con ropa interior negra, que hacía un contraste con esa piel tan blanca que me daban ganas de escribir un poema sobre ella. Me miraba fijamente, como llevaba días haciéndolo. Sentía que su oscuridad me atraía, y me daba miedo.
– Ya podemos estar juntos – dijo Ligeia.
Me acerqué a ella y la besé. Ella me arrastró hasta mi cama y nos desnudamos. Me montó como ninguna una mujer me había montado, y la quería, y era hermosa. Sentía cómo su pasión me desgarraba el alma, cómo la vida que yo había sentido con Daniela era ocupada por esa perpetua oscuridad que tanto me atraía. Y miré sus ojos negros y noté al monstruo que se asomaba por ellos. Tal vez Ligeia era hermosa y todo eso, pero hasta yo tengo una cierta moral. Y me acordé de Daniela. Y tal vez lloré un poco por ella. Tal vez por eso estiré la mano debajo de la cama, tomé una botella de vodka vacía y se la reventé en la cara. Tal vez por eso me levanté de la cama y seguí pegándole con la botella hasta que le desfiguré la cara. Tal vez por eso me aseguré de que estuviera muerta. Todo fue casi como un poema.
Fui a mi escritorio y lloré un par de horas abrazando el helado cuerpo de Daniela. Es increíble ver a una persona un día y al siguiente saber que su conciencia se ha esfumado para siempre. Un momento estás besando a alguien, diciéndole que lo quieres, tomándose de las manos, y al momento siguiente es probable que ese alguien desaparezca eternamente. En un momento la existencia y, al siguiente, la nada.
Esperé un rato a que pasara la náusea. Tomé mi teléfono y marqué el primer número que se me vino a la cabeza.
– ¿María? Perdóname, he sido un estúpido. Quiero verte.
…
– Sí, sé que la culpa ha sido mía. ¿Qué dices si salimos de la ciudad unos días?
…
– Perfecto, voy por ti.
Y me fui.
Excelente Rod, me ha gustado mucho. Ya extrañaba leer tus cuentos 🙂
Muchas gracias =)
NAda mejor que terminar la semana leyéndote 😀
Saludos
Gracias =)
:*