Desde el momento en que la luz entró por la ventana e ilumino su rostro, Agustín supo que había cometido un grave error. Todavía se encontraba en el limbo entre la realidad y lo onírico cuando empezó a sentir una pesadez en su cuerpo. Un dolor en todo su ser, no sólo eso sino que también le dolía aquello que le era ajeno. Si se movía le dolía en su piel el roce de las sábanas y en las sábanas le dolía el roce de su piel. Le dolía el bote de basura que acababa de ser aventado a la calle por los trabajadores de limpieza. Le dolía el moribundo zumbido de la bombilla en el pasillo. Le dolía en el techo los incesantes y absurdos pasos de su vecina. Agustín no entendía qué había hecho, en la vida, esa mujer para que su castigo fuera tener tanta energía desde las primeras horas del día. Esas horas donde el mundo todavía no se despierta. Esas horas donde en el mundo se encuentran los curiosos momentos en los que la realidad y los sueños caminan codo a codo por la calle. Esas horas donde Catalina todavía seguía a su lado abrazándolo como lo había hecho noches atrás.
Agustín se levantó y se sentó en la orilla de la cama, sin importarle que todo le doliera. Miró la figura desnuda y traslúcida de Catalina en el otro extremo. Y recordó que era tan bella cuando dormía, se veía incluso más inocente, más tierna que cuando estaba despierta. Mientras Agustín pensaba esto creyó haber visto una sonrisa en los labios de Catalina, como si ella pudiera saber lo que él estaba pensando y esa sonrisa fuera su tímida respuesta. Claro, todo es posible cuando lo onírico y real se juntan, pensó Agustín mientras le devolvía una sonrisa a la imagen. Catalina nunca dejó de gustarle a Agustín, su cara llena de una belleza exótica, como si no fuera de este país, como si tuviera una ascendencia extranjera pero que sólo a ella, entre toda su familia, le había tocado heredar. Parte de la belleza de Catalina, que había enamorado a Agustín, era su inocencia de niña y su pasión de mujer. Esto lo volvía loco ya que nunca sabía a quién ver en los ojos de Catalina, a la niña que le cantaba palabras de amor y que lloraba desesperadamente por cualquier dolor y amaba a las golosinas más que a la vida misma o a la mujer que le besaba el cuello y el alma, que le hacía el amor y lo convertía, por unas breves horas, en un ser etéreo que volaba junto con ella los cielos más hermosos y tocaban las estrellas más lejanas. Para caer, por un espasmo, en tirabuzón a la realidad. Y que lo despedía con un beso antes de dormir. Esas dos mujeres eran, exactamente, las que se encontraban, traslúcidas y desnudas, en la cama de Agustín, como lo habían hecho ya hace tantas veces, hace tantos ayeres, hace tantas personas atrás.
Mientras Agustín vivía sus recuerdos y veía a través de Catalina un vaso roto en el piso, se empezó a sentir mareado. Con náuseas. Enfermo. Pero extrañamente todo esto lo sentía en la boca del estómago y en la garganta. Nada de esto tenía que ver con que sintiera dolor en todo. Trató de levantarse para ver si así podía poner sus ideas en orden y sentirse mejor. Pero su mirada se posó en el suave cuerpo de Catalina, y sintió una necesidad absurda de rozar su piel, de acariciar sus muslos, de besar su vientre. De estar junto a ella una vez más. Parecía que Catalina era cada vez menos traslúcida, cada vez más real. Se arrastró hasta ella y la abrazó. Pero sus manos traspasaron el cuerpo de Catalina y cayeron pesadas y decepcionadas en el colchón. El cuerpo estaba ahí, frente a él, su mirada la podía contemplar con toda libertad a unos cuantos centímetros de distancia, pero al mismo tiempo se encontraba tan lejos, que no la podía tocar ni sentir ni amar.
Agustín no pudo soportar la idea de que Catalina estuviera ahí pero que al mismo tiempo le fuera tan ajena. Se alejó lo más rápido que pudo de la cama y en el procesó tiro una mesa de noche, la lámpara y los libros que estaban ahí. Cuando se estrelló con el tocador todos los trastos que había olvidado Catalina se movieron con el impacto. Su movimiento era cada vez fue más fuerte, era como si las cosas que había perturbado Agustín empezarán a vibrar como en una respuesta defensiva. Vibraban de una manera violenta, tirando al piso todo lo que se encontraba en el tocador y amenazando a Agustín. Agustín se empezaba a sentir cada vez más enfermo. Miraba al tocado y las cosas de Catalina lo mareaban más, desviaba la vista hacia la cama y se encontraba con el cuerpo desnudo de Catalina. El cuerpo que estaba pero que no podía tener. La sensación de ver a la mujer, que tanto amaba, tan cerca pero sintiéndola tan lejos ocasionaba en Agustín la náusea más grande de su vida. Mientras más trataba de desviar la vista, de encontrar un punto en la habitación que no lo enfermara, más náusea le daba. Parecía que el cuarto comenzaba a girar en sentido contrario al de Agustín. No pudo más y fue corriendo al baño.
Apenas llegó al baño, Agustín se hincó ante el excusado. Las arqueadas y los espasmos eran tan violentos que Agustín pensó que por fin le había tocado morir. Pero a pesar de esto, Agustín no lograba vomitar nada. Estuvo muchos minutos intentándolo hasta que la náusea desapareció, las arqueadas cesaron y Agustín estaba más tranquilo. Agustín estaba frente al excusado, con la boca abierta y deseando volver al cuarto y ver de nuevo a la traslúcida y desnuda Catalina. Pero de pronto sintió algo entre sus labios, algo vivo, que buscaba su salida. De pronto una C se escurrió de entre sus labios y cayó al excusado. Una C viva. Una C que parecía un pez en el agua del excusado, un pez descubriendo su nuevo mundo. Agustín se quedó mirando fijamente a la acuática C mientras trataba de descifrar qué diablos es lo que le estaba ocurriendo. Algo subía por la garganta de Agustín arrastrándose por cada rincón, hasta llegar a su boca. De su boca brincó una A a hacerle compañía a la C en el solitario excusado. Era una maravilla ver a esos dos pequeños seres nadar en ese pequeño espacio. Agustín se pudo percatar que tanto la A como la C se encontraban tan confundidas como él sobre lo que estaba pasando. Nadaban torpe y tímidamente en el excusado, descubriendo los rincones y descubriéndose a sí mismos. Hasta que la C y la A se encontraron. Parecían dos viejos extraños que se estaban redescubriendo. Se acercaban, se rozaban, se alejaban, se chocaban, se compenetraban. Parecía que había un baile entre la A y la C. Un baile vivo, lleno de movimientos extraños de esos dos seres extraños. Un baile violento, pero rítmico, exacto en sus movimientos. Un baile que era muy similar a cuando dos almas se aman, a cuando dos cuerpos, dos amantes hacen el amor. Sin lugar a dudas era eso. La A y la C estaban haciendo el amor. La A y la C eran dos viejos amantes. Dos viejos amantes olvidados. Dos viejos amantes que se refugiaron dentro de Agustín y él nunca los había dejado salir. Agustín por fin entendió qué es lo que sucedía. Él nunca había dejado que tanto la A como la C se amaran tan libremente como lo estaban haciendo en ese momento. Él siempre los calló, silenció su amor. Eran las palabras de las que nunca tuvo el valor para pronunciar.
En esas horas del día las palabras por fin encontraron su escape de Agustín. Por fin eran libres de amarse, de arrepentirse, de perdonarse y de buscarse eternamente. La A y la C seguían amándose en el excusado. Bailando, nadando como dos peces con completa libertad en el mar. Una lágrima se escurrió del rostro de Agustín y cayó al agua donde la A y la C se estaban amando. Agustín no entendía por qué le estaban brotando lágrimas de sus ojos, Agustín no entendía qué era lo que le ocasionaba ver esos dos pequeños seres amándose, amándose de esa manera, amándose como él sabía que nunca más iba a poder amar a Catalina. A Agustín le sorprendió escuchar un ruido en su habitación y que al mirar al pasillo viera a Catalina parada en el marco de la puerta del baño, completamente desnuda y con una inocente y juguetona sonrisa en su cara. Miró a Agustín y le dijo: Menso, por qué lloras frente al excusado. Qué no ves que el excusado es para otras cosas y no para llorar. Agustín no pudo hacer más que reír y seguir llorando. Catalina siempre había sabido como hacer reír a Agustín, aunque éste estuviera llorando, o haciéndole el amor ella siempre lograba hacerlo reír, ella siempre lograba hacerlo feliz. A Agustín le parecía infinito el pasillo viéndolo a través del cuerpo de ella. Catalina le preguntó qué es lo que tanto estaba viendo en el excusado. Agustín no supo qué decir, balbuceó algunas palabras que ni él mismo supo distinguir. Al final Agustín se rindió y le dijo: Nos veo a nosotros, en realidad a las palabras que nunca te supe decir, en el excusado. Amándonos como solíamos hacerlo durante horas. Como dos niños en navidad que nunca se cansan de jugar con sus juguetes nuevos, hora tras hora, hasta que estos se rompieran o fueran consumidos por el olvido. El llanto de Agustín se hizo más fuerte y Catalina se quedó callada mientras ambos se quedaban viendo a la A y a la C que todavía se estaban amando.
Agustín, tú sabes que todavía te amo, que en realidad nunca lo dejé de hacer. ¿Verdad? Dijo Catalina mientras Agustín mantenía su mirada fija en el excusado y en la A y en la C. En realidad nunca lo supe, siempre lo supuse, dijo Agustín mientras dejaba de llorar y se ponía de pie. Su mano estaba posaba en la manija del excusado mientras, miraba de reojo a Catalina. Fue difícil para Agustín pero por fin pudo jalar la manija y matar el amor de la A y de la C, de la misma manera que él había matado el amor entre él y Catalina. Mientras Agustín miraba fijamente a la A y a la C irse en medio del remolino que los desaparecía en el excusado, notó que algo más se movía entre sus labios. Una M brincó directamente al remolino para morir entre la A y la C.
Agustín se volteó para ver a Catalina que todavía seguía, desnuda y traslúcida, en el marco de la puerta. Parecía que a Catalina no le había importado para nada que él matara a aquellas dos amantes letras en el excusado. Menso, ya déjate de juegos, qué no ves que ya estamos muy grandecitos para andar jugando. Tú sabes que te amo y sabes muy bien que me sigues amando como lo hiciste desde el primer día, desde nuestro primer beso. Desde aquella inocente tarde que por primera vez agarraste mi mano y que te gustó sentir el calor de mi cuerpo entre tus dedos, dijo Catalina. Agustín la miró fijamente y mientras se alejaba unos pasos de ella le contestó: ¡Mientes! Tú siempre has sido una mentirosa, yo sé que no me amas y que en realidad no recuerdas nada de lo que vivimos juntos. Además esto no es un juego, yo te sigo amando y nunca dejé de hacerlo. Calla, pequeño, calla. No sigas diciendo más tonterías que lo único que haces es lastimarte. Dijo Catalina. Pero, sí éstas no son tonterías son la realidad. Le dijo Agustín mientras se acercaba ella con una cara en la que no se distinguía si quería llorar o quería gritar. Agustín, por favor, entiende que la realidad no existe, que yo te amo y que tú me amas a mí. Dijo Catalina sin preocuparse de que Agustín se acercara tan violentamente a ella. Agustín iba decidido de agarrar a Catalina entre sus brazos y a besarla hasta el anochecer. Agustín traspasó el cuerpo de Catalina y cayó de bruces en el pasillo. Mientras él trataba de volver a ver a Catalina, ella volteaba y le decía: Agustín, te amo.
Esas horas del día por fin acabaron. Y Agustín, tendido en el piso del pasillo, envuelto en lágrimas, supo que había cometido un grave error.